sábado, octubre 20, 2018

Jacques Brel: cuarenta años de ternura*



El cantante belga murió el 9 de octubre de 1978 tras publicar ‘Les Marquises’, su legado artístico y moral



“Me largo, eso es todo”. En 1966, Jacques Brel anunció su retirada de los escenarios. No dio ninguna explicación. Un año más tarde, el 16 de mayo de 1967, tras cumplir sus compromisos profesionales, cerró la gira de despedida con un concierto en el Casino de Roubaix, en el norte de Francia, cerca de la frontera belga. Fue la última vez. Muchos han querido descifrar desde entonces el misterioso mutis del cantante; algunos -es el caso de su amigo Georges Brassens-, destacando el agotamiento de Brel como preludio de la enfermedad que acabaría derrotándolo. Otros, más perspicaces, interpretan su decisión como un acto de ruptura. Es muy posible que la seguridad de haber alcanzado el pleno dominio de sus facultades artísticas lo convenciera para no acomodarse en una fama plácida.

Ya había dado muestras Brel de su talento para rebelarse contra cualquier espejismo de respetabilidad. Así, en 1953, después de tres años de matrimonio con Thérese Michelsen, ‘Miche’, siendo padre de dos hijas (la tercera nacería en 1958) y bien colocado en la empresa familiar, abandona Bruselas y se traslada a París. Atrás quedan la vida medida y la inercia del deber. La celosa y, a menudo, cruel defensa de su libertad lo devuelve a la intemperie en 1967; pero esta vez ya no supone un riesgo. Los derechos sobre su obra le proporcionan pingües beneficios. Es el sueño del rentista.

Tras algunos años probando fortuna como actor de cine y teatro musical (‘El hombre de La Mancha’), las cosas acaban torciéndose. En 1973, rueda su segunda película como director, ‘Far West’, que será un fracaso. Pésimamente recibida en Cannes, de su banda sonora emerge, sin embargo, una de las perlas del cancionero breliano, ‘L’enfance’, que reivindica la niñez como ámbito de la imaginación irreductible: “… los adultos son desertores,/ todos los burgueses son indios”. En su biografía del cantante, publicada en 1987, José Luis Atienza Merino recoge unas declaraciones de Brel al respecto: “Pienso que hay cantidad de hombres de mi edad que tienen una auténtica falta de infancia que compensan, en general, con el éxito o con las mujeres. Pero creo que ya no juegan a los ‘cowboys’ ni a los indios y eso se echa en falta”.

La decepción se hace patente. Su obra discográfica parece definitivamente concluida y sus pinitos en la interpretación no terminan de dar fruto. Por otra parte, ‘Miche’ y sus hijas se han convertido en perfectas desconocidas. En plena madurez, otra mujer ha llegado, mientras tanto, a su vida: la actriz guadalupeña Maddly Bamy. Ella será, a partir de 1971, la última pareja del cantante.

Paraísos
Sueltas las amarras familiares y profesionales, sin proyectos a la vista, Jacques Brel quiere catar la vida del aventurero. En compañía de Maddly y, al principio, de su hija France, embarca en julio de 1974 en el ‘Askoy II’, un velero con el que pretende dar la vuelta al mundo. Poco dura, sin embargo, la brega en el océano. Al atracar en Canarias, experimenta los primeros síntomas del cáncer de pulmón.

En esos días, escribe una intensa carta a su esposa ausente. Hay frases que no tienen desperdicio: “Es cierto que, aun estando demasiado enfermo, me queda toda una salud que no me autoriza a vivir como burgués” (…) “Estimo tener derecho a perecer en el mar antes que sucumbir en el salón”. Después de este ejercicio de verborrea adolescente ya está todo dicho. Es la hora, parece, de morir.

Siguiendo las huellas de Paul Gauguin, Brel y Maddly escogen el Pacífico como su último destino, instalándose en Atuona, isla de Hiva Oa (Las Marquesas).  Allí, el cantautor se ajusta al ritmo insular, asumiendo conscientemente su quietud paradisiaca. Pero la rutina no enmudece al artista. Resulta inverosímil creer que Brel, tan sensible a las cosas sutiles, no vaya a exprimir todas sus recientes experiencias. Han sido demasiadas las aventuras y los sinsabores de los últimos años; demasiado sugerente también el paisaje de Las Marquesas, que se erige frente a él como un dios benefactor. Con la guitarra como único acompañamiento, Brel da a luz una veintena de canciones y decide volver a París para vestirlas. Será su primer disco en diez años; el decimotercero y último de su carrera.



Su regreso a la capital francesa, en el verano de 1977, intenta ser discreto. Se hospeda, con nombre falso, en un hotel cercano al Arco del Triunfo y el 5 de septiembre comienza, en secreto, las sesiones de grabación. Mucho se ha escrito sobre la atmósfera enlutada de aquellos días de trabajo, los últimos de Brel que, tras varias visitas al quirófano, ya sólo conserva un pulmón y, además, irradiado. Los músicos, presa de la emoción, son conscientes del frágil estado del artista, pero él trata de quitarle hierro al asunto: “¿Alguien ha visto un pulmón?”. El 1 de octubre de 1977, tras concluir la última canción de su carrera -‘Les Marquises’, que da título al álbum-, Jacques Brel se retira.

La despedida
Lo que transcurre a continuación es, simplemente, su último año. De vuelta a la isla polinesia -mientras en Francia el disco llega a lo más alto de las listas-, Brel sólo disfruta unos meses de salud sostenida. A principios de 1978, el cáncer ataca de nuevo y sucede lo inevitable: pruebas médicas, visitas al hospital, discusiones contra los fotógrafos que acechan… Hasta su muerte, en París, el 9 de octubre de 1978, después de pedir una Coca Cola y dirigir a sus acompañantes un irónico “no os abandonaré”. Sus restos reposan en Atuona. Se han cumplido cuarenta años.



Sin duda, fue su última obra la que, como un resumen de excelencia contenida, da cuenta del carácter de Brel. El belga quiso resumir como mejor supo -a través de la música- todo lo aprendido en sus 48 años de inconformismo. Este disco, de apenas una hora de duración, recoge eternas obsesiones: el odio anti-burgués, el compromiso con los desfavorecidos (‘Jaurès’); con los ancianos (‘Vieillir’); contra sus compatriotas flamencos (“nazis durante las guerras y católicos entre ellas”); o en favor del hombre común frente a ideas inverosímiles de la divinidad (‘Le Bon Dieu’).

Pero también incide en las escenas cotidianas del amor (‘Orly’) y en la amistad, que celebra en ‘Voir un ami pleurer’ -y, sobre todo, en ‘Jojo’, su amoroso canto al camarada perdido-. El Jacques Brel áspero de las entrevistas e, incluso, del hogar, envuelve su palabra con la ternura que encontró en Las Marquesas y en su gente. Así cierra su obra, saboreando cada verso en esta última canción a la que apenas llega por la fatiga y que sólo pudo grabar una vez antes de irse para siempre: “Hablan de la muerte como tú hablas de un fruto./ Miran el mar como tú miras un pozo. (…) El corazón es viajero, el porvenir pertenece al azar…”.

* Artículo publicado el 19 de Octubre de 2018 en el suplemento Sotileza de El Diario Montañés

jueves, octubre 18, 2018

Esa cara de susto*



Como dicen que Franco vuelve a Madrid, todo adquiere de nuevo un sabor a caudillaje, a mando en plaza. Es lo habitual cuando se nombra al dictador en determinados ambientes político-mediáticos; alguien dice Franco y el cerebro compone lúgubres imágenes de aquella España de la posguerra y de sus cunetas convertidas en osarios.

Pero hay también un Franco débil, crepuscular. Nos lo muestra Victoria Prego en su célebre y celebratoria serie de 1995 sobre la Transición. En los primeros capítulos, el general aparece transfigurado en una presencia trémula que, con sus crueles balbuceos, ya sólo constituye una molestia para los tecnócratas. Prego escoge la fecha del asesinato de Carrero Blanco, el 20 de diciembre de 1973, para fijar cronológicamente el principio del fin. Es un lugar común vincular la desaparición del santoñés con el nacimiento de un periodo dirigido por las corrientes más aperturistas del régimen. En este punto, debemos fiarnos de la narradora, que sugiere avances apenas perceptibles, supuestamente heroicos, de franquistas y opositores constructivos. Si uno se atiene al relato oficial, la Transición se consolidó a medio camino entre el hito que proclaman sus partidarios y el fango que denuncian los críticos -esa idea según la cual la derecha, al ver que se apagaban las luces del franquismo, pidió un vaso de plástico para apurar su copa con otra música de fondo-.

Sin embargo, algo ocurrió entonces que ha marcado la evolución de la derecha española en estos últimos cuarenta años: a Carlos Arias Navarro se le puso, de pronto, una cara de susto que ya no logró borrarse. Primero, como continuador de Carrero, aunque con torpes movimientos liberalizadores -nunca se recuperó del “gironazo”-, y, después, como máximo responsable de los destinos del país en el momento de la muerte de Franco y en el primer Gobierno del reinado de Juan Carlos, el pobre Arias no supo armarse de valor para interpretar el espíritu de la época y acusó su incapacidad para desligarse de las querencias genuinamente autoritarias. Pese a que han sido otros los elevados a los altares (los Fraga, Suárez o Fernández-Miranda), es Arias Navarro el arquetipo de la derecha española; irremediablemente desideologizada, vacilante y sujetada por el franquismo.

La derecha lo ha intentado todo: desde la camisa azul y la democracia cristiana, hasta la conclusión neoconservadora que tampoco ha enamorado al personal. Pero jamás ha dejado de añorar el territorio del orgullo. De ahí que sus compromisos parezcan siempre camuflaje de ocasión, disfraces de última hora. Hoy, por ejemplo, pone su fe en Vox, la flamante versión ibérica (con permiso de Torra) del nacionalismo identitario. Vox ha logrado que la derecha diga “sí, esto es lo que echábamos en falta” y que se le borre por ahora la cara de susto de Arias Navarro, situándose en una peligrosa estrategia que amenaza con seducir a los sectores más combativos de la oposición a Sánchez. No aprenden.

* Columna publicada el 17 de Octubre de 2018 en El Diario Montañés

jueves, octubre 11, 2018

La desmesura*



Un país se mide por el peso de su historia. No conviene equivocarse; la historia es lo contrario de la ideología e implica, para empezar, un acogerse a referentes posibles, existentes en un tiempo y sobre un mismo territorio. Imaginamos que la ciudadanía no es, al fin y al cabo, una comunión con pan de ayer. Pero, a menudo, encontramos consuelo a los sinsabores del presente en las huellas de un pasado que nos parece más noble, más lúcido.

Para un español, resulta extraño el interés de otros occidentales por sus respectivas fuentes. Sobre todo, cuando este interés no se concreta en una apelación hagiográfica, pero tampoco en un ataque despiadado contra sus cimientos. Vale la pena recordar aquí los versos de Eliot, aún hoy de plena actualidad: “si ha de ser derribado el Templo/ primero tenemos que edificar el Templo”.

Los estadounidenses, por ejemplo, celebran la memoria de su fundación sin renunciar a un acercamiento profundo a su raíz. Una serie de televisión como ‘John Adams’ (HBO, 2008) es posible únicamente en una comunidad pletórica de confianza sobre su historia. La sociedad abierta evita la reproducción de unanimidades, sin dejarse llevar por la desmesura. John Adams’ narra los años decisivos; desde los primeros conflictos del continente con la metrópoli hasta la muerte del que fuera segundo presidente del país. Llama la atención la fuerza del enfoque humano frente a las tendencias sobrenaturales. Los protagonistas en la construcción de Estados Unidos son retratados en la absoluta plenitud, sin artificios ni infalibilidad.

Es posible que el aplomo americano ante el análisis de su revolucionario santoral se deba, precisamente, al hecho de que los ‘padres fundadores’ han estado presentes en todo momento, inspirando a los políticos o siendo señalados a causa de sus excesos. Hoy, gracias a esa transparencia, conocemos las tribulaciones de Adams, las correrías de Jefferson con su esclava Sally Hemings o los vicios de Franklin en las cortes europeas.

La serie de HBO muestra algo tranquilizador: la realidad del poder como mar donde van a morir todos los principios. El camino de la independencia no confluye en una imparable marea rebelde que avanza al son de la libertad, sino en tediosas negociaciones entre los representantes de las colonias donde afloran las artes menos presentables. Y nos tranquiliza, pienso, porque convence al personal de la inevitable caída de la política en la mentira o la traición, sin que eso elimine por completo la posibilidad de la grandeza.

El progresivo vaciamiento del espacio público por parte de las mentes más brillantes se explica en el ocaso de la historia como instrumento vertebrador y en la propagación de militancias mucho más religiosas que cívicas. La gestión de lo público ya no atrae a los mejores, perfectamente cómodos en las multinacionales y en el anonimato doméstico para defenderse de la nueva Inquisición y eludir la sumisión mafiosa, que es la madre del cordero.

* Columna publicada el 3 de Octubre de 2018 en El Diario Montañés