lunes, diciembre 16, 2019

Greta*



Me siento a escribir este artículo mientras el mundo civilizado aguarda el advenimiento de Greta Thunberg, su gloriosa manifestación en la Cumbre del Clima. Si observo la pantalla del ordenador, quizás me pierda algo del acontecimiento, su poder curativo, pero el sacrificio es también un camino para la salvación.

Thunberg, dicen, llegará en barco a Portugal y tomará un tren hacia Madrid. Resulta curioso -o quizás no tanto- contemplar la repetición de las fórmulas de siempre para apuntalar la conquista y el mantenimiento del poder; la composición del “mito fundante”, en insistentes palabras de Errejón y demás compañeros peronistas. Para empezar, debe existir un relato cualquiera. No importa si real o delirante, descontextualizado o simplemente ficticio. Puede ser la encarnación de un dios en un pesebre, la revolución mundial o el cambio climático. Algo definitivo se aproxima, de eso no hay duda. Nuestro deber, como diría Eliot, es ocupar posiciones, obedeciendo órdenes.

Las iglesias varias que en la historia han sido comparten con los contemporáneos concilios del poder una siniestra querencia por el mando burocrático y prosaico, justificado por la existencia de determinados sujetos especiales que, de cuando en cuando, devuelven la fe al personal. El papel que otrora desempeñaran personalidades como las de Francisco de Asís o Bruno de Colonia lo juega hoy el fenómeno Greta Thunberg: la santa que espolea las instituciones.

Es importante, además, que la persona elegida para cumplir con esa misión restauradora sea depositaria de todas las gracias, emocionando al feligrés con mensajes de pureza en el límite de la herejía. Los niños son muy celebrados en estas labores; así, Juana de Arco, muerta en la hoguera a los 19 años, o Lucía dos Santos y sus secretos de Fátima. Todos pretenden rescatar al mundo de la perdición.

Como aquellas, Greta presenta sus credenciales a través de una personalidad distante, más cerca del territorio de las ideas que del barullo electoral, aparentemente arrancada de su ensimismamiento para alertar al mundo del Apocalipsis. ¿Qué decir ante esta reedición de la mística como instrumento de poder? Quizás, simplemente, que la mística es sólo otra máscara del dogma.

* Columna publicada el 11 de Diciembre de 2019 en El Diario Montañés

jueves, noviembre 28, 2019

Una historia de política*



Como la excelente película de Cronenberg, pero sin Viggo Mortensen -ocupado hoy en labores de blanqueamiento supremacista- y sin la promesa de catarsis. La de España ha sido siempre una historia de política; por lo menos la de esta España reciente, que cumple su condena en forma de larguísima y agotadora crisis institucional. Todo lo que ha crecido a nuestro alrededor en estos años últimos ha sido la política en minúscula, el debate hueco y mediatizado entre militantes. Aquí un lenguaje inclusivo o una supuesta marea ciudadana; allí, el constructor que, maletín en mano, llama a la puerta del concejal de Urbanismo. Los sindicatos, los empresarios, la federación que pide más dinero y, por qué no, el “artista comprometido” que sabe a qué árbol arrimarse. El panorama ha sido (y es) muy penoso y no hay señales de arreglo.

En esta historia de omnipresencia partidista se devora el saber y la cultura con la voracidad con la que se obvian todos los principios morales. No hay nada fuera del alcance público; a favor o en contra del sistema, como gestión coyuntural o “alternativa transformadora”, la actualidad tiene un perfil de cínica impostura. ¿Cómo pretender, por lo tanto, que de este terreno abonado con mentiras y traiciones broten posibilidades de futuro?

Del ambiente contaminado no puede nacer nada comestible. Y el personal se da cuenta a la manera española; sin escándalos ni zozobras espontáneas. El movimiento, aquí, es siempre calculado, medido por los curas de parroquias nuevas -hoy llamadas “espacios de cultura crítica”- y por los siniestros especialistas en comunicación corporativa. Sin embargo, cuando el poder dura lo suficiente, y se presume eterno, la reacción estática a sus desmanes acelera la degradación del territorio.

Fíjense a este respecto en los comentarios vertidos por los antiguos popes de la protesta antigubernamental (cuando eran otros los gobernantes) sobre la sentencia de los ERE en Andalucía: quien no le quita hierro al asunto establece tristes comparaciones entre delincuentes, como si fuera posible hallar un espacio de alivio entre cientos de millones de euros públicos quemados, por unos y otros, en casinos y redes clientelares.

* Columna publicada el 27 de Noviembre de 2019 en El Diario Montañés

lunes, noviembre 25, 2019

Bárbaros*



Hace un par de días, en plena resaca electoral -la más habitual, últimamente, de todas las resacas españolas-, evocábamos aquí una escena de ‘Las invasiones bárbaras’, película de 2003, dirigida por Denys Arcand. Esta obra, densa y lúcida, aparece hoy como un producto profético sobre el derrumbe de todas las certezas en el nuevo siglo; con mucha mayor intensidad, si cabe, que en el año de su estreno, con una guerra inminente en Irak y Occidente todavía grogui por el 11S.

La cinta de Arcand explora la quiebra de las posibilidades de transmisión entre generaciones, al tiempo que destaca la fragilidad de lo real después de la caída del Muro de Berlín. El asunto no admite discusión: la distancia de creencias y expectativas entre nuestros padres y abuelos es mucho menor que la existente entre nosotros y nuestros padres. Puede sonar a intuición que se fuerza para que encaje en un artículo, pero esa distancia explica, quizás, la entrega de la sociedad contemporánea a la duda y al exceso.

‘Las invasiones bárbaras’ trata de muchas cosas, pero, sobre todo, de la sensación de fracaso, de la inanidad actual de aquellos que pretendieron un cambio en la forma de vivir y relacionarse, a partir de los años sesenta del siglo pasado, y que alcanzaron una madurez empachada de comodidades materiales. En resumen, la conclusión de biografías sin contenido.

Su argumento es sencillo: Rémy -uno de los personajes a los que ya se aproximó Arcand en la obra precedente, ‘El declive del imperio americano’- es un profesor universitario progresista y sexualmente desbocado que se muere de cáncer en un hospital canadiense. Su hijo Sébastien, ejecutivo de una multinacional en Londres, se reúne con él para acompañarlo en sus últimos días. La película refleja el abismo entre ambos; Sébastien acusa a su padre de destruir la felicidad familiar por sus querencias libidinosas y se enorgullece por haber sido capaz de construir una vida al margen de los valores paternos. Rémy, por su parte, desprecia a ese “muchachito” que gana mucho dinero pero que “no ha leído un libro en su vida”.

Habría mucho que decir sobre esta película; por ejemplo, sobre la forma despiadada y ajena a cualquier límite moral en la que Sébastien proporciona comodidad a su padre en sus días finales, o de la reconciliación entre ambos tras mucho tiempo de separación. Sin embargo, el debate queda abierto para los espectadores que podemos hacernos una idea de esa ajenidad que nace de haber alcanzado la edad adulta en la época de los saberes digitales y la actualidad desaforada. Y, por supuesto, sin ningún dios o base ontológica en el petate. Los libros que reposan en las estanterías, aquellos volúmenes de Heleno Saña, Lukács o Hauser, como los de Rémy en Canadá, nos parecen instrumentos anticuados y polvorientos que, quizás precisamente por eso, son tan necesarios. ¿Pero cómo hincarles hoy el diente?

* Columna publicada el 13 de Noviembre de 2019 en El Diario Montañés

lunes, noviembre 11, 2019

La inteligencia*



Un comentario de urgencia sobre las elecciones. Pinchando aquí.

* Columna publicada el 11 de Noviembre de 2019 en El Diario Montañés

jueves, octubre 31, 2019

Waco*



Murió Santos Juliá y uno lo recuerda en la Fundación Botín, hace ya muchos años, en una tarde invernal de aquellas de antes, cuando Santander se suspendía a partir del mes de septiembre. Uno era muy joven entonces y no alcanza a recuperar todo lo dicho aquella tarde desapacible, en compañía de unos pocos, pero algo sí se le quedó grabado como señal de atención o de alarma: a saber, justo antes del inicio de la Guerra Civil, Falange y el Partido Comunista - afirmaba Juliá- eran dos fuerzas alejadas de la lucha por el poder; es decir, ambas simplemente aguardaban su momento en un segundo plano respecto a las organizaciones que dominaron la política en la Segunda República.

El estallido del conflicto supuso, por tanto, que comunistas y falangistas desempeñaran a partir de ese instante un papel fundamental en el desarrollo de la represión en sus respectivas retaguardias. Y es que la sustitución de la política por el campo de batalla donde, con descaro, se permite y se jalea la exclusión (y exterminio) del prójimo, abre la veda para los totalitarios de todos los órdenes; para el espíritu sacrificial que pudre los mecanismos institucionales.

La secta en política recorre el mismo trayecto que cualquier otro fanatismo religioso; de primeras, es necesario ocultar el programa máximo del entramado bajo grandes cantidades de retórica. Recordarán ustedes, por ejemplo, aquel episodio acontecido en Waco, Texas, en 1993, donde el mensaje de consumo interno de la secta davidiana se resumía en el advenimiento de un nuevo mesías, David Koresh. La realidad, sin embargo, era distinta: un control férreo de las almas y los cuerpos de una feligresía dispuesta a morir y matar por su líder. Este, perfectamente identificado como un ser venido del cielo, prefería acostarse con las creyentes -en una exclusividad sexual de grueso trazo- y traficar con armas de fuego mientras llegaba la Parusía.

Es, precisamente, el uso y el dominio del lenguaje lo que distingue la victoria de la derrota en política y en religión. Una vez superado el primer escollo de la caricatura y extendido el cliché, es fácil seguir escalando posiciones, con la seguridad de que lo real no va a entorpecer el camino hacia la cumbre. En Cataluña, sin ir más lejos, han sido muchos años de uso incontrolado de frases como “revolución de las sonrisas” o “derecho a decidir” para nombrar un movimiento de ideología incompatible con un sistema de libertades. Y ha tenido que ser una vecina de Barcelona de nombre Paula -y hoy en la diana de los independentistas y de toda la autodenominada “izquierda transformadora”- la que reanimara en los medios la relación entre palabra y realidad pasando por encima de tertulianos y políticos. El proceso independentista, dijo Paula, busca “extranjerizar y poner una frontera donde no la había por una razón etnolingüística”. Vamos, un mecanismo de destrucción, aunque se vista de protesta.

* Columna publicada el 30 de Octubre de 2019 en El Diario Montañés

martes, octubre 29, 2019

El buen americano*



El escritor Jack Kerouac, autor de ‘En el camino’ y patrón de la Generación Beat, murió hace medio siglo, a los 47 años, víctima del abuso del alcohol

En su extensa biografía sobre Jack Kerouac, el escritor Gerald Nicosia recoge las últimas palabras del autor de ‘En el Camino’, el 20 de octubre de 1969, un día antes de su muerte: “Stella, te quiero”. Una escueta despedida, dirigida a su esposa, aunque cabe temer que a esta frase le siguieran otras menos dulces, fruto de la angustia y el dolor. Tenía 47 años.

Dice Nicosia que, minutos antes de sufrir la crisis definitiva, Kerouac se había sentado de buena mañana frente al televisor, con un cuaderno, un bolígrafo y una lata de atún. El novelista quería trazar el guión para su nuevo libro. A mano, como solía ser habitual en los últimos tiempos, una botella de whisky y otra de licor. La escena resulta interesante para los mitómanos. Kerouac reproducía en sus horas finales la imagen que más claramente lo definió durante toda su vida: la del estereotipo americano de clase media, abandonado a la rutina menos compatible, en principio, con la creatividad, y, sin embargo, poseedor de un talento único para la escritura. En resumen, algo así como un Peter Griffin ilustrado, en permanente insatisfacción con su sistema de creencias.

Kerouac, heredero de una estirpe de inmigrantes franco-canadienses, no pudo desligarse nunca de aquella primera etapa familiar, en Lowell, Massachusetts, repleta de acontecimientos luctuosos: la temprana muerte de su hermano mayor, Gérard, que supuso la pérdida de un importante asidero existencial, unida al peso de la figura materna, Gabrielle -la famosa ‘Mamêre’-, extendieron sobre él un manto lúgubre de culpabilidad. La presencia de su madre, la excesiva dependencia de su magisterio siempre tenaz e inmisericorde con sus parejas (“ella es la única mujer a la que amo”) impidieron un alejamiento total de sus orígenes.

De ahí, por ejemplo, que el budismo que el escritor comenzara a estudiar en la primera mitad de los años cincuenta del siglo pasado (tras la inspiradora lectura de la ‘Biblia Budista’ de Dwight Goddard) no lograra desanudar del todo su intenso y declarado catolicismo, fuertemente enraizado en su mala conciencia por haber escogido una vida nómada, a muchos kilómetros de aquellas almas de las que se consideraba responsable.

Compasión y Bebop
La vocación de Kerouac es, a un tiempo, la del joven y hermoso jugador de fútbol americano a quien se concede una beca para estudiar en Columbia y la del bebedor profesional que desperdicia el alba del talento artístico. Tras lesionarse en una pierna y abandonar la práctica del deporte, el autor deja también la universidad y comienza una errática vida en Nueva York, donde conoce a las personalidades que, más tarde, conformarían la llamada Generación Beat: Allen Ginsberg, William S. Burroughs y, sobre todo, Neal Cassady.

Después de una brevísima experiencia en la Marina y más de un choque con la ley, su espíritu errante se relata en la obra más célebre, ‘En el camino’, publicada en 1957 pero escrita seis años antes. En este catecismo Beat, Kerouac narra el viaje por el territorio estadounidense de dos amigos: Sal Paradise y Dean Moriarty -en realidad, pseudónimos del propio Kerouac y de Cassady, un ‘hipster’ de primera hornada, nada que ver con los contemporáneos de Malasaña-. Ambos experimentan el sueño americano de la libertad y los grandes paisajes silvestres; un itinerario iniciático más allá de la respetabilidad conservadora y profundamente conectado con la gracia aventurera que siempre ha palpitado en la nación.

Cassady funcionó, para los escritores beat, como una manifestación mesiánica de la América verdadera, más carnal y compasiva que la de las corporaciones y el consumo; aquella que no puede mostrarse en los medios, que progresa lejos de los campus y permanece en un derrotismo irónicamente vital. Cassady es el hedonista impenitente, el ladrón sin fortuna animado por un halo de beatitud infantil.

Hablamos, claro, de la América del Jazz (del Bebop con el que Charlie Parker o Dizzy Gillespie espolearon a los aficionados más rebeldes) y la del descubrimiento de otras realidades posibles y, por qué no, accesibles. Kerouac, como cronista de su generación, refleja en sus novelas la vía espiritual, la búsqueda del placer y el restablecimiento de una ingenuidad de origen que suponga la religación de los estadounidenses con sus propias vidas, la naturaleza, el sexo y la poesía. No es la suya una revuelta política (eso vendría más tarde sin apoyo por su parte), sino la intuición de que algo se estaba moviendo bajo los pies del Imperio; que el cambio era inminente.

La protesta
Los beat (que no ‘beatnik’) sembraron una nueva filosofía que, finalmente, se recogió en forma de gran protesta en los años sesenta. Kerouac, cada vez más desconectado del mundillo cultural y embarrado en la lucha contra sus demonios, renació en la nueva década como un adulto conservador, convencido de la vigencia de los valores tradicionales, acaso en una versión propia, contradictoria e inclasificable. Su forma de ver el mundo acabaría enfrentada con la nueva era de la comunión lisérgica, pero también con la querencia del budismo por el desprendimiento y el control de los deseos. Nunca rechazó Kerouac las tentaciones mundanas; la carnalidad del arraigo y el consumo de alcohol como elemento, a la vez, autodestructivo y social. Hay documentación gráfica al respecto. La biografía de Nicosia aporta fotografías privadas de Kerouac, sudoroso y desencajado, levantando orgullosamente un vaso, brindando por no se sabe qué o quién. La camisa de cuadros desabrochada, el exhibidor colmado de botellas, dan la imagen de un trabajador manual que reposa en el bar después de una larga jornada en el taller o en el bosque.

Se encontraba lejos el novelista de comprometer su destino al de aquellos animadores de clase media que poblaban las capitales de la vanguardia intelectual: Nueva York y San Francisco. Kerouac se decidió siempre por la concreción de los pequeños espacios; las comunidades indiferentes a la competición. Pero, el abandono de la trinchera no fue del todo libre. El escritor basculaba al principio entre ambas opciones; unas veces se creía el practicante budista, capaz de alcanzar la cumbre del éxito literario y, otras veces, avergonzado por su mediocridad, evitaba la compañía de camaradas que sí se habían tomado en serio el asunto oriental, como Alan Watts o Gary Snyder.

No fue la suya una bohemia cínica. Jack Kerouac dijo buscar la santidad del momento real, de la América viva. Fue, quizás, una impostura largamente estirada, pero la inmadurez de base, ese encanto que siempre funcionó en los momentos de zozobra, fue debilitándose al no querer (o no saber) reconvertirse, como se reconvirtió Ginsberg, en la figura totémica del movimiento contracultural. En 1968, durante su última aparición televisiva en el programa ‘Firing Line’ dirigido por el periodista conservador William F. Buckley Jr., el autor mantuvo un tenso (y etílico) debate sobre el movimiento ‘hippy’. Kerouac se declaró entonces un católico identificado con el “orden, la ternura y la misericordia”, al tiempo que acusaba a su interlocutor, el cantante y activista Ed Sanders, de “lanzar huevos” y de “hacerse famoso con la protesta”.

Indignado con la Nueva Izquierda y con la actitud “pro-Castro” de Ginsberg (quien, pese a todo, fue expulsado en 1965 de Cuba tras hablar abiertamente de su homosexualidad en un contexto revolucionario nada inclusivo), su itinerario intelectual le llevó a escoger un patriotismo a prueba de manifestantes y a enarbolar la bandera del capitalismo “de estilo occidental”, sin el cual, afirmó en un texto publicado póstumamente, hubiera sido imposible “hacer autostop a través de cuarenta y siete estados de esta Unión y ver la escena con mis propios ojos”.

El creador de ‘Los Vagabundos del Dharma’ o ‘Los subterráneos’, el autor que marcó las coordenadas del cambio social en Estados Unidos, fue también (las opiniones están divididas) el taciturno bebedor que, según apuntaba maliciosamente Truman Capote, no hacía literatura, sino “mecanografía”. El budista y el católico, el revolucionario y el conservador -en definitiva, todas las máscaras de Kerouac- dejaron pasar el éxito en la farándula, apostándolo todo a su refugio familiar y a su fe, que nunca dejó de ser la de un niño atemorizado.

Muerto Neal Cassady, desencantado por la crítica y la incomprensión, Kerouac se quedó solo. Seguramente, tal y como escribió en la última página de ‘En el camino’, pensaba intensamente en Cassady, “ese padre al que nunca encontramos”, recordando las horas vividas en la libertad de la carretera y en la juventud de las promesas. No obstante, Jack Kerouac, asumiendo que la suya no fue nunca una ruptura, sino un vuelo rápido para volver enseguida al nido -un paseo de simple exploración por los alrededores de su casa y de su mente- se despidió de su esposa, Stella, como lo haría cualquier hombre familiar recio y parco en palabras, a la espera de la confirmación de un destino trágico.

* Artículo publicado el 25 de Octubre de 2019 en el suplemento cultural Sotileza, de El Diario Montañés

martes, octubre 22, 2019

Boicot*



La gente sensible tiene la virtud de detectar a sus enemigos, que son, dicen, los de la humanidad toda. El universo, siempre complejo y a menudo inescrutable, necesita la depuración de los mensajes y las banderas de la gente sensible. Hoy, toca Trump. Somos muy afortunados. La conversión del magnate en un campechano del mal (¡cuánto dieron de sí los campechanos en nuestra historia reciente!) confirma lo caricaturesco de la época.

Trump es un mamífero implume que una vez ganó unas elecciones libres. Esto ya parece cosa superada, dado el desprestigio de las urnas en favor de la brocha gorda. El presidente de los EEUU pasea su descaro de un continente a otro, escogiendo los peores escenarios y las amistades menos recomendables. La campaña en su contra ha llegado a tal nivel de intensidad que, para los medios internacionales, hasta George W. Bush da ahora el perfil de gran estadista.

Pero, tranquilidad; no voy a defender al empresario. Tampoco se trata de aparecer aquí como un agente del “Bible Belt”. Pero no me digan que no es sorprendente la exclusividad, los mensajes compartidos entre los profesionales de la comunicación que deberían ser impredecibles e irreverentes, pienso, y no distintas ventanillas de un mismo edificio público.

La producción sistemática de noticias falsas, las acusaciones de espionaje y de acoso, lo de Rusia y lo de Ucrania o los aranceles constituyen una oscura lista de grandes éxitos. Por no hablar de su reciente mutis en Siria, abandonando cobardemente a los kurdos. Todo ello abordado, por supuesto, desde el gusto por el lenguaje falsamente anti-elitista. Sin embargo, en el planeta únicamente puede existir un enemigo reconocible; eso sí, con extensas ramificaciones. El sentimiento feligrés apenas digiere una actualidad que no sea, a la vez, concentración de esfuerzos y desprecios. Rechazamos a Trump por diferentes motivos -muchísimos de ellos perfectamente razonables-, pero nos dejamos atraer, en consecuencia, por el abismo moral de la razón de partido.

En resumen, Donald Trump es perverso, pero, en una huida hacia adelante, organizamos mundiales en Qatar (escuchen, por favor, al respecto a la atleta Ana Peleteiro), lavamos la cara a los teócratas iraníes y mandamases saudíes y entregamos la llave de Madrid (¡Ay, Carmena!) al represor de los estudiantes de Hong Kong, el presidente Xi Jinping -presidente, sí, no dictador, término que se reserva para el próximo exhumado-. Y la claudicación de los valores se produce, faltaría más, sin protestas que proporcionen refugio intelectual a los contribuyentes que aguardan, anonadados, bajo toneladas de confusión.

Con este panorama, son naturales las suspicacias que despierta el compromiso de quienes proponen el boicot como arma de acción política pero sólo contra los adversarios de siempre (contra Israel, por ejemplo, que ya es casi un cliché), sin atender al peso de todas las injusticias que se cometen en el mundo ante la indiferencia de sociedades que una vez dijeron defender la libertad.

* Columna publicada el 16 de Octubre de 2019 en El Diario Montañés

lunes, octubre 14, 2019

El perdón*



No sé si a ustedes les pasará lo mismo, pero, en ocasiones, uno espera que todo permanezca en un mismo lugar, sin cambios ni sorpresas. Es un sentimiento de orden y un ruego imposible. A la trepidante mediocridad, al lenguaje del espectáculo y de la corrección, podría oponérsele, así, la figura del artista alejado del progreso, en una casa con jardín, junto a un bosque cómplice, entre París y Versalles.

Peter Handke ha ganado el Nobel de Literatura y nadie sabe cómo ha sido. La obra de Handke, que cultivó durante años la imagen de ‘outsider’ y crítico de la posmodernidad, creció en influencia, desde muy temprano, con ese aroma a premio gordo y a perfil diseñado para brillar en un viaje a Suecia. La trama interrogativa, la imposible comunicación de las experiencias íntimas y su ingenua veneración por la figura del escritor como reliquia oracular no soportaron el peso de la política.

Durante las guerras en la ex Yugoslavia, el autor austriaco, nostálgico hasta la idealización de aquel país que instituyó la comunión de pueblos y creencias, quiso alzarse en contra de la unanimidad anti-Serbia en Occidente. Su querencia por el matiz, plasmada en el polémico ‘Un viaje de invierno a los ríos Danubio, Save, Morava y Drina, o justicia para Serbia’ (1996) no fue bien recibida por una opinión pública que ya no estaba para poemas en prosa. La cultura también había cambiado.

Entregarse a la obra de Handke en esa época de exilio interior -que ha durado hasta hace apenas dos años- reconciliaba al lector con una palabra distinta, alejada de las urgencias del periodismo y las campañas de engaños multitudinarios. Quizás, precisamente, por esa derrota del creador en su camino hacia la inmortalidad, sus libros parecían más apetitosos, custodios de una voz proscrita. Pero, hoy, el mundo ha perdonado a Peter Handke. Y Peter Handke se ha dejado perdonar.

* Artículo publicado el 11 de Octubre de 2019 en El Diario Montañés

viernes, octubre 11, 2019

A la japonesa*



Perdónenme que insista en lo abrumador del paso del tiempo. Uno alcanza determinada edad, apunta a definitivamente adulto, y los recuerdos parecen estrecharse en la memoria, como si un acontecimiento nunca distara demasiado de otro. Por ese motivo, cuando se revisita un libro querido, una noticia del periódico o un vídeo de Internet, hay que atender bien a la fecha de publicación, no vaya a ser que nuestras convicciones se hayan quedado, de pronto, obsoletas.

Sucede que el eterno presente se vuelve rápidamente crónica y material para los chismes. ¿Quién iba a decirnos en los años noventa del siglo pasado -época desenfadada y a todo color- que los inicios del nuevo mileno estarían marcados por el ataque contra las Torres Gemelas, la crisis económica y el repunte del populismo? Ha sido breve la celebración del sistema liberal y democrático después del derrumbe del totalitarismo comunista. Poco han podido descansar los agoreros, embravecidos siempre por la irrupción de nuevos dogmas.

Basta con echar un vistazo a la Red y reencontrarse con antiguas intervenciones de jóvenes entusiastas del 15M poniendo en entredicho el “Régimen del 78”, discutiendo “los mitos de la Transición” y exigiendo la sovietización del lugar mientras apuntalaban su particular politburó. ¡Qué frágil nos parecía entonces el sistema constitucional! ¡Qué prematuramente envejecidos los portavoces en el Congreso! Una flamante generación de idealistas prometía reconstruir los corruptos cimientos de la democracia en España con batucadas y tiendas de campaña.

Un rato tan largo llevábamos aquí con este percal revolucionario (y revolucionado) -amagos independentistas incluidos-, que se nos llegó a olvidar cómo eran las cosas antes. La aparente proximidad del cambio gracias a los nuevos partidos de redichos treintañeros recolocó a todo el mundo en posiciones ideológicas extremas. La conversación política se puso en valor y la farándula fue escorándose hacia el compromiso (estigmatización del rival mediante). Esto parecía molar como a los jóvenes poetas de hace unos años les molaba Bukowski mientras obviaban el feminismo.

Toda esta inflamación política era, evidentemente, inadmisible y necesariamente breve. Ningún país soporta demasiado tiempo la incertidumbre de la excepción. Suavizadas las ambiciones de los jóvenes morados y naranjas (la de los periféricos, eso sí, nunca parecen suavizarse), la clase dirigente barrunta una reedición de lo malo conocido; la concentración de las tendencias demagógicas en dos bloques sin aventureros.

Pero, ¿cómo se ha logrado desactivar el asalto al Palacio de Invierno? ¿Cómo se ha producido semejante hazaña desde el poder? Sencillamente, con el empacho. Mucha política, demasiada presencia mediática y bravuconadas. ¡Hasta golpes de estado! Y la vida en directo de jóvenes que se acercan a la crisis de los cuarenta sin haberse dedicado a ninguna otra actividad laboral o decente. Con estos ingredientes se cocina el hartazgo del respetable. Ahora, nos conducen, de nuevo, hacia las urnas. Pero, esta vez, sin la ilusión asamblearia. El bipartidismo más vulgar ha ganado su huelga a la japonesa.

* Columna publicada el 2 de Octubre de 2019 en El Diario Montañés

miércoles, septiembre 25, 2019

Perros*



Quienes gozamos de la compañía de los perros en las ciudades (inteligentes o no) de esta España en funciones hacemos auténticas piruetas para esquivar la sutil (y, en ocasiones, no tan sutil) censura de aquellos que aún ven la proximidad canina como la manifestación de una plaga veterotestamentaria.

Históricamente, claro, se ha dado en el país una relación conflictiva con los animales, violenta incluso, reflejo de muchos siglos de exigente vida rural y de una intensísima querencia por los espectáculos veraces. Resulta complicado podar tanta memoria con un voluntarismo moderno. Sobre todo, en un asunto que atrae aguafiestas y disgustos en estado de gran pureza. Con las mascotas ocurre como con todo lo demás; sus problemas reales se confunden bajo toneladas de demagógicas ‘boutades’. Cualquier persona ajena al lenguaje periodístico sabe de la terrible situación de los abandonos, la crueldad y el maltrato. Sin embargo, algunos se ponen “incorrectos” (¡cuántas barbaridades se cometen en su nombre!) y señalan la supuesta tiranía de los perros en parques y jardines como la principal amenaza para la Constitución.

Hay una incomodidad no disimulada, un enfrentamiento frío (en el mejor de los casos), entre quienes paseamos a nuestros perros y quienes abiertamente los rechazan. Nadie es tan peligroso como aquel que se cree en el derecho de afear a otro su conducta. El perro es visto aún, aquí y ahora, como un intruso en la utopía urbana, una especie invasora que ensucia las calles y atemoriza al personal.

Por ese motivo, no es extraño que políticas como la del Ayuntamiento de Zamora, que cobrará un “impuesto perruno” de nueve euros anuales, sean recibidas con júbilo por los no partidarios. Más que las explicaciones de los responsables del consistorio -que utilizarán ese dinero, dicen, para acondicionar zonas de esparcimiento canino, distribuir bolsas y crear un censo de mascotas-, les importa lo que esta medida tiene de diferencial: los propietarios de perros tendrán que pagar por la mera existencia de su “capricho”.

Pero, ay, ojalá Zamora y sus tribulaciones. En el balneario santanderino, incluso las supuestas soluciones ocultan una exclusión. ¿Puede decirse, por ejemplo, que el terreno entre las avenidas Severiano Ballesteros y Reina Victoria -donde no hay fuente ni vallas que impidan caídas al vacío y donde algunos seres humanos deciden defecar junto a los árboles o arrojar sus gastados profilácticos- es, realmente, un lugar acondicionado para los perros?

La consideración del animal como un añadido molesto, como un apéndice indeseado, tiñe la convivencia de prejuicios y sentimientos de culpa. Por un lado, quienes tenemos perros conocemos muy bien nuestras obligaciones y, en general, tratamos de cumplirlas. Por otro, los opositores insisten en mantenerlos en una clandestinidad que se refleja diariamente en enfrentamientos y comentarios por lo bajini. Oigan, pero si se trata de cobrar una “yizia” perruna para que pongan una fuente y una valla en condiciones, yo encantado, ¿eh? Venga, ¿cuánto se debe?

* Columna publicada el 18 de Septiembre de 2019 en El Diario Montañés

lunes, septiembre 09, 2019

La plegaria de Marcos-Ricardo Barnatán*



El evento se apagaba y uno del público aprovechó para preguntar sobre el nombre de Dios. “¿Cómo puede el poeta referirse a la divinidad si esta, según la tradición judía, no debe ser nombrada?”. Marcos-Ricardo Barnatán, que presentaba en la santanderina librería Gil las nuevas ediciones de sus poemarios ‘El libro de David Jerusalem y otros poemas’ y ‘Arcana Mayor’ -ambos publicados por Ars Poetica- zanjó la cuestión con una respuesta audaz: la poesía tiene siempre la obligación de encontrar los nombres adecuados para todas las cosas, a pesar de la imposición dogmática. En todo caso, añadió, lo prohibido en el judaísmo es el nombre propio de Dios, no las alusiones aproximativas en oraciones y comentarios.

Fue aquello una suerte de poética bajo demanda. El autor establecía así las coordenadas de su obra. El poeta y el profeta utilizan idénticos mimbres aunque sus objetivos difieran. El profeta recuerda al pueblo la verdad olvidada de los orígenes (del Bereshit a la Justicia); el poeta, en cambio, se acerca a la Palabra y se aleja de ella, bregándose con los símbolos y descargando todo el peso de su significado. La literatura de Marcos-Ricardo Barnatán no rechaza las escrituras ni la tradición, pero reivindica su plena libertad creadora. Lo explica bien en la nota que cierra ‘Arcana Mayor’: las citas bíblicas y cabalísticas “son la sustentación natural del pensamiento, nunca una vana apoyatura estética”.

La responsabilidad se hace presente. En un caso, se trata de construir el libro de David Jerusalem, poeta arquetípico creado por Borges para su cuento ‘Deutsches Requiem’. En esta obra incluida en ‘El Aleph’, Borges narra el encuentro de Jerusalem y su torturador nazi, centrándose en la vocación de esta ideología criminal por sepultar la piedad entre los hombres. David Jerusalem, se apunta en el relato, escribió un libro que incluiría los poemas: ‘Rosencrantz habla con el Ángel’ y ‘Tse Yang, pintor de tigres’, que Barnatán compone con ánimo militante: la realidad merece la existencia del libro de Jerusalem. Su voz llora a los poetas asesinados por el totalitarismo.

En ‘Arcana Mayor’, por su parte, las palabras y los nombres, brotan de la violencia del mundo. Hay un hambre de significado; una necesidad de que los sentidos capten la concreción de los otros y de un universo a menudo misterioso y hostil. De ahí su decisión de sumergirse en el Tarot, perspicaz instrumento simbólico. Nada de la creación le es ajeno a Barnatán, que retoma las voces de sus antepasados y las hace propias. Quizás, ya sin un dios que sustente el tablero y sin la confianza en alguna salvación.

En la mesa de la librería, Elda Lavín y Mario Crespo acompañaron al poeta con inteligentes comentarios. Para centrar el tiro, Crespo destacó acertadamente una frase de Barnatán que explica su querencia por lo sagrado: “No realizo la plegaria, pero sé que existe y eso, para Dios, es suficiente”.

* Columna publicada el 4 de Septiembre de 2019 en El Diario Montañés

jueves, agosto 29, 2019

Cajas*




Hay en el recoger mucho de utilidad y de compromiso. Uno descubre el territorio de la infancia y, por ejemplo, se reencuentra con los antiguos tesoros que hoy, ya muy lejanos, dan un poco de vergüenza. Es razonable que las apetencias cambien con aquello que llaman madurez. La persona que hoy monta cajas, las llena y las cierra es muy distinta, aunque conserva cicatrices que la vinculan con el hogar primero.

No basta con ordenar lo perdido ni con vaciar las estanterías. Es un ejercicio rutinario: la repetición de los movimientos suaviza el choque emocional. La carta que no recordábamos, el recorte de periódico que una vez nos pareció valioso, el libro favorito. Todo ello emerge de algún abismo sobre el que la edad había colocado una pesada losa.

Como vivimos un tiempo sin historia, donde todas las causas han quedado pendientes, nos parece mentira que las cosas que hoy permanecían en un silencio sin uso tuvieran, en algún momento, vigor y solera. Y, como las vemos todas juntas y a un mismo tiempo, nos entra un Stendhal de manual, acompasado con la más natural de las melancolías.

El mes de agosto, con su quietud y un sol casi en despedida, resulta propicio para las mudanzas y los reciclajes, pero uno nunca sale impune de este drama, a no ser que se entregue al sacrificio que exige; a ese espacio de encuentro con lo que una vez estuvo vivo para poder reanimarlo en un lugar distinto, quizás muy lejos de casa.

El ritual sirve para mantener la vida en marcha, sin que pesen el tiempo y el dolor. Abrir una caja cualquiera, introducir aquello que ha estado inmóvil en un hueco del mundo, comprobar la solidez de la forma, el color casi gastado, el interés que aún despierta su existencia en nosotros. Y, una vez cerrada la última, en el preciso instante en el que la juventud queda perfectamente clausurada, llega el momento de continuar el camino, que no deja de ser una metáfora convencional que, sin embargo, sirve para reflejar el compromiso con el futuro de todos los hombres.

* Columna publicada el 21 de Agosto de 2019 en El Diario Montañés

Carmen Jodra Davó*



En 1981, durante una célebre conversación con Philippe Nemo, el filósofo Emmanuel Lévinas declaró que la Biblia “es el Libro de los Libros donde se dicen las cosas primeras, las que debían ser dichas para que la vida humana tuviera un sentido”. Lévinas añadía al respecto que esta escritura temprana abrió un espacio para la concentración de pensadores y comentaristas; en definitiva, para la presencia de los intérpretes en la configuración de la transcendencia.

Mucho se parecen, en este aspecto, los profetas y los poetas. También estos últimos participan de un juego originario. El pulso de la música que compone imágenes; el misterio desvelado a través de la forma. Decir lo que no se puede decir, como afirmaba José Hierro. Es tanta la intensidad posible en un poema, es su intención tan ajena al lenguaje de la publicidad y el partidismo, que resulta tentador relacionar al poeta con la figura oracular. Y ese talento exige de una misión a la altura.

Por ese motivo, me cuesta tanto comprender el reciente fallecimiento de la poeta madrileña Carmen Jodra Davó, a los 38 años. El cáncer, cuentan, se la llevó en apenas unos meses. Yo no la conocí. La conocieron algunos amigos que hoy me transmiten sus sentimientos de devastación. Jodra fue una excelente poeta antes de cumplir los veinte años. Irrumpió con fuerza en el panorama literario ganando en 1999 el premio Hiperión con ‘Las moras agraces’, una bellísima colección de poemas de corte clásico (en los tiempos de la deformación más moderna).

Ella respondió a la invitación del éxito con la indiferencia de quien busca la madriguera para no perderse. Aún publicó otro libro, ‘Rincones sucios’, en 2004. Después, el silencio. Me pregunto si la poeta esperó algo más del mundo; si con su mutis quiso cultivar otra forma de felicidad posible. Dicen que estaba orgullosísima de su profesión de bibliotecaria. Lo cierto es que sus palabras debieron ser dichas para que todo esto tuviera un sentido. Pero la muerte parece preferir siempre a los solitarios, a quienes rechazan la exhibición. Qué rara e inoportuna es siempre la muerte, ¿verdad?

* Columna publicada el 7 de Agosto de 2019 en El Diario Montañés

lunes, agosto 05, 2019

La cima*



Como ya hemos perdido todos los asideros y las herramientas que permiten medir moralmente el mundo, ahora nos encontramos arrojados a la intemperie, en una época la mar de interesante. Fíjense en el personal que casi todos los días se desayuna con noticias de progreso a tutiplén -la invención de una prótesis ligera, el último teléfono inteligente-, al tiempo que se advierte sobre inminentes apocalipsis totalitarios y climáticos. Parece que caminamos hoy por una fina línea desde la que podríamos precipitarnos bien en plena era mesiánica, bien en la definitiva catástrofe. Está la cosa en un ay.

Son tantos los mensajes rotundos, que a uno le cuesta mantenerse optimista de cara a un futuro que presumen deshumanizado y tóxico. ¿Cómo apreciar el presente en sus justos términos, como un punto en la historia, precisamente ahora que han congelado el tiempo? ¿Cómo rescatar los libros mejores, las enseñanzas de un pasado que, al fin y al cabo, fue racista, esclavista y patriarcal?

La indiferencia hacia los orígenes impide un análisis sensato del presente. Así las cosas, somos incapaces de identificar lo bueno y lo bello; lo excelente enfrentado a lo vulgar. Pienso, por ejemplo, en las más recientes citas tenísticas, donde Novak Djokovic, Roger Federer y Rafael Nadal han mantenido su dominio frente a las nuevas hornadas de jugadores que no saben cómo relevarlos pese a su hambre y juventud.

Nos empeñamos en explicar las cosas como si todo fuese natural, perfectamente razonable. Pero, en realidad, lo del tenis y su triunvirato treintañero escapa a toda previsión. Técnica, afinamiento físico y voluntad se han alineado, de algún modo, contra los límites del deporte; contra el muro que otros campeones -en otros tiempos- no pudieron derribar. Quizás, todo responda a un enunciado muy simple: han llegado a la cima. Es decir, que aquí se acaba la presente historia. Ya no se puede elevar más el nivel, correr más rápido, golpear a la bola con más clase.

La confusión, sazonada con las urgencias mediáticas, infecta todos los órdenes de la vida. Un trabajador no cualificado vive más y mejor que Alejandro Magno y, sin embargo, la precariedad y la ausencia de causas se combaten con llamadas al entusiasmo. Resulta impensable extraer de esto una posibilidad para la cohesión y para que el conocimiento empape las mentes de todo el mundo.

En este momento, claro, no podemos precisar si las hazañas tenísticas son insuperables; como tampoco sabemos, por ejemplo, si las críticas al turismo de masas están justificadas. Parece mentira, dicen, que el viaje haya evolucionado desde Aníbal y sus elefantes hasta el ‘balconing’; desde Marco Polo hasta su hoy abarrotada Venecia. Es posible que el progreso no sea más que el desencantamiento de la actividad humana, con el que se proscribe cualquier experiencia más allá de la simple acumulación. Como si cima y engaño no pudieran distinguirse al margen de la maldita actualidad.

* Columna publicada el 24 de Julio de 2019 en El Diario Montañés

lunes, julio 22, 2019

Correas*



Es evidente que el pesimismo es uno de los rostros de la pereza. Lo sabe la derecha autóctona, que se duele de su mal fario enredada en un conflicto familiar interminable. Tantos años después, aún le cuesta liberarse del sambenito franquista y de la cínica identificación nacional de España con la más rancia barbarie. Las ideas, claro está, nunca han sido su fuerte. Sin embargo, la derecha encontraba en una gestión sin pasiones los motivos para la resistencia. Los mejores entre los suyos creían saber que los agravios públicos contra la comunidad política (ligados al auge de los nacionalismos periféricos) nunca empaparían del todo al personal.

Pensaba la derecha que bajo la gruesa capa propagandística y el bombardeo ideológico sobrevivía aún la España antigua, el resultado de una convivencia de muchísimos siglos. Esto, obviamente, en el mejor de los casos; en aquellos sectores de la derecha más comprometidos con ciertos valores sin riesgo de caducidad inminente. Otros persiguieron el cargo o prefirieron el latrocinio. Hay gente para todo.

La batalla, en definitiva, no se ha dado nunca a pecho descubierto. Ha habido miedo, sí, pero, sobre todo, comodidad en las urnas que, mal que bien, parecían confirmar que una cosa son las extravagancias de la “élite” y otra, la verdad de un país que no acababa de nacer.

Largos años transcurrieron de esta guisa hasta llegar al momento decisivo: el golpe en Cataluña y la protesta de miles de personas que veían cómo les escamoteaban el país desde la mentira y la movilización total de los bajos instintos. La derecha vio ahí la posibilidad de dotar de contenido explícito lo que hasta entonces había enarbolado discretamente. Y en esto llegó Vox.

El partido de Abascal, inflamado por la reacción, dice querer acabar con los complejos de los españoles “que madrugan”. ¿Esto significa, acaso, la irrupción de un refrescante constitucionalismo? En absoluto. Vox no propone la España abierta. Al contrario, aprovecha la simbología del estado democrático para colocar el género; las causas más estrambóticas. Es verdad que, electoralmente, no ha sido para tanto; apenas veinticuatro diputados, muy lejos de la carga de la caballería ligera que barruntaba su dirección.

El daño viene, como siempre, de las correas: el nacionalismo de Vox ata más corto y mucho más dolorosamente que el de los periféricos, quienes, pese a un historial reciente que combina golpes de estado y tiros en la nuca, mantienen su prestigio mediático. De ahí que Pedro Sánchez se frote las manos en Navarra, dejándose llevar por radicales y esencialistas de diversa índole -los que, por ejemplo, acosaron recientemente al alcalde de Pamplona, Enrique Maya, en plena celebración de San Fermín-, mientras se extiende la idea de que la creciente polarización de la sociedad española responde a una “alerta antifascista” y no al hundimiento continuado de todos los puentes (de la fe en la convivencia) como preludio de otra guerra civil.

* Columna publicada el 10 de Julio de 2019 en El Diario Montañés