viernes, enero 12, 2018

Desertores*



No ha sido cosa de un día, pero dejó de importarnos hace tiempo. Naturalmente, cuando los años comienzan a acumularse e irrumpimos en la edad del esfuerzo y la tontería la distancia se convierte en abismo. No se trata de arrojar nuestra madurez sobre aquel pasado lento, fieramente centrado en la búsqueda del encaje, pero nos cuesta desprendernos de ese otro clima que una vez fue abrigo, a menudo contradicción, pero plenitud siempre para la mirada de un niño.

Los mayores hablan de las cabalgatas, pero resulta complicado saber dónde se refugian hoy los niños; ni siquiera es posible afirmar que la infancia existe todavía  como existió para nosotros. Ahora, los encontramos también en la calle, aún alborotando mientras citan a personajes de ficción que ya no conocemos. Parecen inofensivos, mucho más dóciles que aquellos semejantes con los que compartíamos juventud y disparates.

Pero, quizás, todo sigue un curso idéntico y se mantiene el doble objetivo del cariño y la instrucción para la supervivencia; la frágil conciliación entre la moral y el triunfo que todo progenitor alimenta desde la pura voluntad, sin el alivio que proporcionaba la fe del carbonero. Pensamos que, antes, la infancia era un espacio de humanidad verdadera con el que nos identificábamos escuetamente, sin furia ni fanatismo, porque la exigencia del tiempo que pasa y destruye era aún muy débil y podíamos jugar o soñar todas las hazañas posibles. Los adultos nos devolvían al camino cada vez que uno amenazaba con perderse, pero destacaba, o eso creemos recordar, una convicción de progreso, una opción preferencial por el amor y la cultura, por los lugares familiares y las experiencias humildes como la lectura, las excursiones o las visitas a la casa de los abuelos.

El escritor israelí, recientemente fallecido, Aharon Appelfeld vinculaba la experiencia literaria, la escritura, con la conservación de la mirada infantil sobre las cosas. “En el momento en el que uno pierde al niño que lleva dentro -explicaba- acaba convertido en historiador, filósofo o antropólogo”. Hay, quizás, cierta benevolencia a la hora de relacionar la infancia con la alegría o la virtud. La crueldad y la mentira brotan en edades tempranas y todos hemos experimentado la atmósfera servil que cubre un aula de competitivos preadolescentes. Sin embargo, la frase de Appelfeld no es gratuita. La infancia nos sigue pareciendo hoy una posibilidad distinta, un territorio ajeno a las histerias de la producción y del cambio político; el deseo de un tiempo más adecuado para la fantasía, impúdicamente amenazada por la propaganda y por el dinero. Precisamente, se escribe para conservar un trato compasivo con un mundo que no lo es; en definitiva, para que los adultos que, como diría Brel, han desertado no impongan sus apetencias comerciales o políticas a todos esos niños que aún creen que el gozo es interminable y que la aventura no se agota en el refugio de su imaginación.

* Columna publicada el 12 de enero de 2018 en El Diario Montañés


jueves, enero 11, 2018

El crimen*



Ocurre de vez en cuando. Tiene algo de secreto desvelado, de exhibición inoportuna. Se manifiesta de muchas maneras, pero suele parecer sutil, casi doméstico, para que sea plácidamente digerido y resulte, a la vez, indetectable. Cuando su existencia amenaza el orden de las cosas, los tribunales se ponen en marcha con expresiones de formalidad y boato, en un ejercicio que parte siempre de una idea simple y bellísima: el crimen no ha sido cometido.

Y es que se ha avanzado, dicen, para que la existencia del mal sea imposible; esa es la debilidad y la bendición de nuestra época. ¿Cómo incluir el riesgo de un ataque? La violación, por ejemplo, o el asesinato son los hechos irreparables, la desaparición del equilibrio. Es la tragedia absoluta. Ocurre, digo, de tarde en tarde, casi como la cruel manifestación de una advertencia.

La compasión hacia las víctimas decae, sin embargo, en sociedades donde la política lo ha ocupado todo. Sin la sencilla asunción de la humanidad del prójimo, de su derecho a ser con independencia de la utilidad que demuestre para el trabajo o para su condena, nos arriesgamos a restablecer la tribu. Ya está pasando. Nada hay tan útil para cohesionar un grupo como la identidad forjada en la exclusión. Las palabras son, aquí, fundamentales. Aunque parezca revolucionario, siempre se repite la misma fórmula siniestra: una minoría que aprovecha la querencia cínica y cómoda del respetable para difundir su argumentario como el único posible. Pero no basta con un argumentario, se necesita algo más.

La identidad brota entonces como imprescindible cizaña para la toma del poder. El militante se sabe miembro de algo extraordinario que le confiere el derecho a disponer de los otros cuerpos. De aquí parten todos los fenómenos totalitarios, que nunca se sostienen gracias a una sociedad cómplice, sino como fruto de la cobarde aceptación de la mayoría.

El cobarde es el verdadero enemigo de la ley; el ser aceptado por los predicadores, sin temor al golpe fatal o al rumor. Este cínico busca su seguridad en el momento inmediatamente posterior al crimen y lo justifica, añadiendo una supuesta responsabilidad en la víctima o una lectura alternativa de lo sucedido: “llevaba minifalda”, “era un facha”, “es un montaje”. Resulta curioso comprobar hasta qué punto la justicia no influye en la idea que tenemos de nosotros mismos o en nuestra opción ideológica. La secuencia de tragedias o desengaños no mina el instinto de victoria que es algo descaradamente humano. Queremos seguir adelante, eso es todo.

El criminal permanece en el mundo y eso, para algunos, lo confirma en su razón. Pero esto no es lo más importante. Urge contrarrestar los mensajes que, poco a poco, privan a la ley de su legitimidad, que instan a la desobediencia y señalan objetivos. Si no emerge un discurso que retome la idea de la humanidad, habrá ganado la revolución; es decir, el crimen. 

* Columna publicada el 31 de diciembre de 2017 en El Diario Montañés