domingo, julio 19, 2015

Parar el tiempo*



El padre y el hijo suben por la Alameda de Oviedo hacia Cuatro Caminos, mientras el sol se filtra con cuentagotas entre las ramas de los plátanos. Van con tiempo de sobra, paseando sin fatigarse. La tarde promete ser larga y no se han olvidado de las almohadillas que la madre les compró en un antipático comercio. La pareja viandante no quiere ser público, sino afición; por eso, no se deja seducir por las charangas que también a esa hora se dirigen a la plaza de toros. El ritual se repite cada mes de julio. Primero, el Tour de Francia. Luego, la Feria de Santiago. En el camino, la conversación suele comenzar con la última etapa gala para pasar pronto al asunto taurino. El padre menciona alguna crónica del gran Joaquín Vidal, o evoca aquella tarde en la que vio a Curro Romero torear de verdad en León. La corrida, generalmente, decepciona, pero el padre y el hijo tienen buen paladar y siempre aprecian algún detalle, por pequeño que sea: una media verónica, un natural profundo cargando la suerte, un buen par de banderillas asomándose al balcón…

Han pasado muchos años y el padre y el hijo ya no van a los toros. Las cosas cambian muy rápidamente, a pesar de la legendaria quietud santanderina. La madre no está y las almohadillas permanecen a la espera sobre una estantería de la biblioteca. El padre prefiere ver las corridas de toros por televisión. El hijo no suele ver corridas de toros. No hay manera de conciliar, piensa, el gusto por lo que acontece en el ruedo, siempre sujeto a interpretaciones y a demasiados adjetivos, y el hecho incontestable de que lo que ahí se produce es la muerte de un animal que siente y padece. Ante esto, la tauromaquia no tiene defensa.

Reflexiona sobre todas estas cosas y se convence sin demasiado entusiasmo de las bondades del progreso. Es más, el joven -porque sigue siendo joven- se enorgullece de su madurez y sentido común, a pesar de los muchos años en compañía de taurinos y aficionados, y de todas aquellas tardes de felicidad junto a su padre en la plaza.


Eso sí, el hijo nunca pronunciará los eslóganes más radicales de la crítica a las corridas de toros. Los más celebrados niegan su aportación cultural, y reducen la fiesta a una simple carnicería con pretensiones. Resulta imposible matizar la cruzada del militante. Pero el hijo echa la vista atrás y recuerda a Joselito cuajando a ‘Flamenco’, de Buendía, mientras él, muy niño, lo disfrutaba desde el tendido. De su memoria, emerge también el embrujo del capote de Julio Aparicio. Y queda espacio para los naturales superlativos de José Tomás, o para la bravura de un Victorino. Y sabe que durante esos instantes de pureza y de verdad, de emoción compartida, se paraba el tiempo. Eso no se lo podrá negar nadie.  

*Columna publicada el 18 de julio de 2015 en EL DIARIO MONTAÑÉS. 

sábado, julio 18, 2015

Bridas*



Concluye la crisis en la manada, eso dicen en La 2. El viejo león marcha al exilio. Incapaz de cazar, y con la melena desgastada por los años, pronto pasará a mejor vida. La cámara acompaña su triste figura, que se pierde en el ocaso, rojo e intensísimo, del Serengueti. Su puesto lo ocupa ahora un individuo joven y fuerte, como un centrocampista alemán. Ha desafiado al líder y ha vencido. A su disposición, el poder y un nutrido harén del que disfrutar sin desengaños. Para darse el festín, debe, primero, deshacerse de la prole de su destronado antecesor. De esta forma, provoca que las leonas -ya sin obligaciones maternales- vuelvan a entrar en celo y, finalmente, conciban nuevos leones de la estirpe dominante. Los pequeños expiran sin que sus madres puedan impedirlo. Hay conflicto, pero muy breve. En poco tiempo, las hembras cazarán algún impala viejo y lento, cuya carne servirán al monarca que mató a sus cachorros. Esto, querido lector, es el mundo.

En su libro autobiográfico, ‘Amor y exilio’, el Nobel de literatura Isaac B. Singer, judío polaco exiliado en Estados Unidos, afirmaba lo siguiente: “Los Diez Mandamientos eran en sí mismos una protesta contra las leyes de la naturaleza. El judío había asumido la misión de conquistar a la naturaleza, de embridarla de tal modo que se pusiera al servicio de los Diez Mandamientos”.  

En las últimas décadas, las sociedades occidentales han descartado a Dios como tema de conversación. Las creencias se repliegan hacia lo privado. Para el europeo medio, Dios sólo entra en escena para inspirar decapitaciones, humillar a las mujeres y a los homosexuales o para ocultar los abusos a menores. Tras el último atentado en Túnez, no faltó la advertencia contra los peligros de la fe. Dios es una idea maligna, esa es la conclusión de la modernidad. Su figura estimula los más horrendos crímenes, justifica la tiranía y el genocidio, nos arrebata el placer.

Sin embargo, no es esa su verdadera utilidad. El relato sobre el origen del universo, la legitimación del poder y el control del sexo son fenómenos tangenciales a la divinidad, empleados siempre en beneficio de alguna minoría arrogante y falsamente ungida. El texto de Singer se dirige al centro mismo de esta cuestión. A saber, Dios sirve, en realidad, como un instrumento con el que el ser humano se defiende de la naturaleza y de sus límites morales. “Toda vida que se limita a ser simplemente natural está amenazada forzosamente por ese terrible devorar y ser devorado sin piedad”, asegura el teólogo Eugen Drewermann.

Se trata, en definitiva, de negar el sacrificio, eso que tanto molesta a los totalitarios. “La sangre de tu hermano clama a mí desde la tierra”, dice el Génesis. La necesidad de Dios (que no implica existencia ni adoración) es un asunto puramente humano; la reivindicación de la víctima frente a la implacable violencia del mundo. 

*Columna publicada el 2 de julio de 2015 en EL DIARIO MONTAÑÉS. 

La felicidad*



Manuela Carmena tomó el mando y prometió el tuteo. No es un asunto menor. Hay que andarse con ojo: prescindiendo del usted, emerge la complicidad, pero también el abuso. En todo caso, la flamante alcaldesa estrenó cargo, puso su próxima labor al servicio de los ciudadanos y exigió diálogo, nuevas prácticas, para resolver los problemas de la capital. La cabeza de lista de Ahora Madrid se dirigió a todos los partidos con palabras sensatas, constructivas y alejadas de cualquier tentación revanchista o sectaria. A estas alturas, escuchar frases despojadas de hiel en el foro político es una verdadera revolución, un “despertar del sueño dogmático”, que diría el viejo Kant. Ya sólo por eso, merece la pena el riesgo.

El riesgo, por supuesto, es la ilusión del personal. Y hubo mucha durante la investidura dentro y fuera del consistorio madrileño. La alcaldesa se enfrenta a una evidente contradicción entre su voluntad de modificar hábitos gestores, desde la transparencia y la colaboración, y el hecho de que el nacimiento de las plataformas ciudadanas, como la que lidera, se ha producido gracias a una extraordinaria agudización del enfrentamiento político en España. Dos han sido los ingredientes del cambio en el mapa electoral: primero, la indignación contra “la casta”. Después, y no menos importante, la promesa de felicidad, de realización personal gracias a la administración pública. El error, por supuesto, es mayúsculo.

Es muy posible que el asunto encuentre su explicación en la idiosincrasia española. En este país, nadie lo pone en duda, han mandado siempre los santos, los hombres (y las mujeres) “de gracia”; la excesiva buena prensa de la que ha gozado el mártir, para ser más precisos, ese héroe trágico que entrega su vida por los demás. El español busca reflejarse en las virtudes de otro y descargar frustraciones sobre las espaldas del líder. Existe un movimiento pendular entre el respeto amedrentado hacia el poder y el cinismo de quien desconfía de todos los tronos. Ambas actitudes son peligrosas porque convierten lo que debería ser un control serio y crítico sobre la labor de un determinado gobierno en un duelo de eslóganes, de trincheras.

La alcaldesa habló en el Ayuntamiento de Madrid con tono generoso. Hay que celebrarlo, sin duda. Otra cosa es la actitud de sus circunstanciales aplaudidores. En la calle, la feligresía vitoreaba a su ídolo y abucheaba a los representantes de la recién estrenada oposición. Muy lejos del discurso convergente de Carmena. Que después de tanta guerra civil, tanto Bárcenas y tanto ERE, existan españoles que aún crean en la naturaleza salvífica de la política es sorprendente. Eso sí, la felicidad que los votantes esperan alcanzar puede ser un obstáculo para ejercer la crítica necesaria a la gestión del gobierno municipal. Si cualquier queja -como la que, con razón, se ha dirigido contra los humoristas Soto y Zapata- va a considerarse una “treta de Aguirre”, vamos por el mal camino.  

*Columna publicada el 25 de junio de 2015 en EL DIARIO MONTAÑÉS.  

Ser ETA*



Permítame recordarle, querido lector, que la banda terrorista ETA mataba mucho. Estoy seguro de que usted no lo olvida aunque haya pasado algún tiempo y la actualidad, como suele decirse, mande. Hasta hace apenas seis años, ETA desplegaba su actividad criminal a través del asesinato, el secuestro y la extorsión. En el homicida día a día, sus esbirros colocaban bombas debajo de los coches y estrellaban furgonetas cargadas de explosivos contra las casas cuartel de la Guardia Civil. A menudo, sus pistoleros esperaban a que algún político, periodista o juez bajase a comprar el pan y los periódicos para descerrajarle un tiro, preferentemente por la espalda. Cuando la infraestructura le era propicia, ETA habilitaba un agujero, colocaba una colchoneta y un par de cubos, y raptaba a algún funcionario de prisiones o a algún autónomo que no se decidía a cumplir puntualmente con el “impuesto revolucionario”. A la víctima se le quitaban todas las dudas, le crecía la barba y se le atrofiaban las extremidades mientras avanzaba el calendario. 

De vez en cuando, a ETA el tú a tú le sabía a poco, y se ponía a pensar a lo grande. En 1987, por ejemplo, la explosión de un coche bomba en el aparcamiento del centro comercial Hipercor de Barcelona acabó con la vida de una veintena de personas, entre ellas varios niños. Pero, francamente, eso era raro. Lo más habitual era la selección cuidadosa del objetivo, la individualización del crimen. No todo el mundo constituía una víctima potencial. En el País Vasco, sin ir más lejos, los cargos públicos del PSOE y del PP debían salir a la calle acompañados de escolta. El hecho de que la oposición necesitase de protección armada mientras los gobernantes nacionalistas vivían despreocupadamente supuso una anomalía que, tras el secuestro y asesinato en 1997 de Miguel Ángel Blanco, concejal popular en Ermua, fue contestada a través de la movilización de plataformas ciudadanas y de la consolidación de una crítica intelectual del terrorismo. Todo suena hoy a pasado remoto.


En la actualidad, con ETA en suspenso y sumergido bajo toneladas de corrupción, el PP echa mano de su expediente antiterrorista para tratar de soportar la marea electoral que amenaza con tragarlo. El personal se burla de su tendencia a identificar al adversario político con el pasamontañas. Ciertamente, ese discurso devalúa cualquier posible heroicidad. Sin embargo, tan injusto es acusar a diestro y siniestro de complicidad con el tiro en la nuca como reducir el terrorismo a la crueldad de cuatro descerebrados. Mientras actuó, ETA contó con la aceptación o la cobardía de amplios sectores de la política española que hoy sacan pecho y presumen de compromiso frente a todas las castas. A sus elocuentes portavoces no se los vio precisamente activos en la defensa de la democracia cuando hacerlo suponía un riesgo. Más bien, al contrario. Donde hoy brilla el descaro, hubo tibieza en altas dosis.   

*Columna publicada el 5 de junio de 2015 en EL DIARIO MONTAÑÉS. 

El miedo*



Los ciudadanos de Cantabria enfrentaron ayer al Partido Popular con sus miedos más íntimos a golpe de papeleta. El fenómeno se notó con especial intensidad en la piel de Ignacio Diego, quien, a últimas horas de la noche, reconoció que su futuro político en la región estaba amortizado. “Descarto ser presidente en esta legislatura”, declaró tras conocerse el derrumbe electoral de su partido. La gigantesca ola de cambio y los tiros en el pie que se ha descerrajado el PP en forma de ‘anticampaña’ durante los últimos años a punto estuvieron también de arrancar el bastón de mando de las manos de Íñigo De la Serna. Lo de Santander está por ver. Es posible que los santanderinos debamos aprender a desenvolvernos en una nueva capital desvestida de azul. La irrupción de Ciudadanos podría mantener al actual alcalde en el poder, pero a costa de poner en riesgo su impronta de partido regenerador. Su política de apoyos en las próximas investiduras marcará su futuro inmediato, con vistas a las elecciones generales.

Ante este panorama, el PRC y el PSOE pueden beneficiarse del naufragio popular, sin haber aportado gran cosa. Sus resultados de ayer apenas mejoran los cosechados hace cuatro años. En el Parlamento regional, los socialistas continúan su dramático descenso. Da la impresión de que todo el relato de la jornada se ha resumido en la pérdida de votos de la derecha y en el estreno institucional de los emergentes. A diferencia de lo ocurrido en otros lugares, estos aquí no han hecho más que asomar la cabeza, sin la contundencia de Madrid o Barcelona, pero su llegada ha escoltado a la gran crisis del PP, que pierde comba en los principales municipios de la comunidad autónoma.

Con una participación similar a la de 2011, los populares cántabros encaran las próximas semanas con el miedo metido en el cuerpo. Tal y como habían planteado su papel electoral, necesitan alcanzar siempre la mayoría absoluta para garantizar que sus victorias en las urnas cristalicen en gobiernos. Un escenario que no se ha dado.

*Columna publicada el 25 de mayo de 2015 en El Diario Montañés. 

Caras*



“Míralos ahí”, “¿Qué dices?”, “Ahí delante, mujer, mira qué caras”, “Ay, ya, ya”, “Hasta en los autobuses…”, “¡Como si no los conociésemos!”. En la Avenida de Valdecilla, se produce, como siempre, un tapón. Los conductores maniobran con pericia para aproximarse al bordillo y depositar tranquilamente su humana carga. Los particulares se impacientan. Desde la parada de enfrente, un hombre y una mujer contemplan el espectáculo con gesto burlón. El Servicio Municipal de Transportes cuenta estos días con un añadido, un traje postizo que envuelve los vehículos, convirtiéndolos en carteles móviles y estimulando los ácidos comentarios del personal. De sus tripas azules emergen los rostros de los candidatos autonómicos, enormes, sonrientes e invasivos, como mandan los cánones de la propaganda. A pocos metros del hospital universitario, Revilla, De la Serna, Díaz Tezanos y Casares compiten por alcanzar al viandante en su paseo.  

Pero, poca broma, ciudadano. La publicidad sobre cuatro ruedas es una vuelta de tuerca más en el control político de tus sentidos. Con los carteles tradicionales, uno podía torcer la cara, mirar, como se dice, para otro lado. Hoy, es mucho peor. Lo de los retratos ‘a motor’ demuestra la falta de elegancia y respeto, en definitiva, hacia el contribuyente. La política vuelve a la calle en su expresión chabacana: la promoción de unos cuantos individuos sin ningún interés más allá de su dominio del espacio público, que confunden con el coto de los partidos. Poco más que eso, pero, inquieta, desde luego. Sobre todo, cuando uno trata de utilizar el transporte urbano o, simplemente, cruzar la calle. La propia seguridad exige mirar a derecha e izquierda, controlar la carretera por si aparece de pronto un entusiasta kamikaze. Y ahí surgen los candidatos, colándose en el plano, como los malos actores.

Esta percepción responde, quizás, a la sorpresa que genera tanto panfleto y tanta caseta de barrio a estas alturas del decenio. El desprestigio de las fuerzas políticas, el abismo que se abre entre los ciudadanos y quienes aspiran a representarlos no parecía anunciar un retorno a las expresiones más simples de la democracia: la promesa vacía de felicidad y buen gobierno.            


Por lo demás, no hay mucha miga. En Santander, lo que llama la atención es el perfil aseado de los candidatos a la alcaldía. A De la Serna y Casares, por ejemplo, les pega llevar los náuticos sin calcetines. Ambos han eliminado la corbata de su seductor atuendo, pero no la americana. Esto es importante. Pretenden estar cerca de ti, pero sin espantar a los vecinos de bien que no quieren coletas en las instituciones. Algunos a eso lo llaman “PPSOE” o “casta”. Su apariencia les hace encajar con igual éxito en un club de golf y tomándose una cerveza en el Río de la Pila. Todo está perfectamente medido. Pero, tranquilidad, el domingo concluye la invasión. Y comienza el mando, que esa va a ser otra.

*Columna publicada el 20 de mayo de 2015 en El Diario Montañés.

Energías*



Según un informe de la editorial inglesa Cambridge University Press, el 31% de los jóvenes españoles no cree en Dios, pero sí en “energías que nos influyen”. Enigmático y sorprendente. Dos milenios de teología y magisterio, de guerras por imponer una perspectiva de detalle sobre la trascendencia, para cerrar el asunto con una respuesta de jardín de infancia. Los cántabros descreídos, sin tantos miramientos, se cuentan entre quienes afirman más contundentemente que el Altísimo no existe “en absoluto”.

Lo de las energías tiene su punto, eso no lo duda nadie. No en vano, se trata de un elemento de sustitución que persevera en la rebeldía contra la muerte, sin caer en la trampa del fanatismo. La energía es semejante al espíritu, pero con un toque respetable, como si hablásemos del cambio climático o del bosón de Higgs. Permite sobrevivir a la duda sin angustiarse demasiado. Es un gran avance. Hace siglos, un matiz incómodo sobre determinadas virginidades podía llevar al exégeta derechito al cadalso. La cosa iba en serio. Hoy, marcados por la crisis prerrevolucionaria y por los gustos de clase media, todo pasa por no perder comba en el camino del placer. Energía, la que usted quiera, pero no me hable de catecismos, por favor se lo pido. 

Quien echa mano de la energía conserva intacto su prestigio. No entra en pormenores y eso se agradece; es el dios privado, el fruto de una intuición más o menos sostenida en el ejercicio racional. Pero, ojo, también atrae peligros. El ser humano es capaz de perder toda creencia, pero no quiere renunciar a la celebración. Y ahí se contradice. Los grandes acontecimientos de la vida aún se proyectan a través de las estructuras eclesiales. Uno puede creer en las energías y bautizar al niño, por ejemplo, en la catedral de Burgos. Ni siquiera hay en ello tensión o mala conciencia.

No es, sin embargo, el capítulo espiritual el más afectado por esta mudanza. La Iglesia y las demás instituciones religiosas pueden seguir adelante gracias a la inercia de la tradición y al sustento del dinero público. No están en peligro. La persona es otro cantar. La confianza en las “energías que nos influyen” inyecta en el sujeto una gran dosis de ilusión, sin el freno, esta vez, de la moral. Históricamente, el amor al prójimo permitía rebajar el orgullo de quien se entrega a la adoración de los atributos divinos. Eso ya se terminó.

En la actualidad, las energías proporcionan al contribuyente una nueva esperanza. Bajo su influjo, uno puede creerse Lenin o Steve Jobs, Spielberg o Cristiano Ronaldo. El poder estimula el ansia del individuo por liberarse del anonimato y aspira a convertirlo en empresario de sí mismo. Las escuelas de negocios hacen su agosto y el autónomo es la nueva figura salvífica, venerada por los medios. Cualquier mediocre con pretensiones se cree ya un líder que avanza, enérgico, contra los demás.

*Columna publicada el 9 de mayo de 2015 en El Diario Montañés. 


La espera*



La ciudad es, ante todo, una espera. Quizás, su perfil de puerto de mar, de umbral que promete acción al habitante, aventuras o reposo, confiere personalidad, significado. Santander no es una plaza fácil, en la que uno pueda estar seguro de las cosas. No se trata, por ejemplo, de Estocolmo, donde la llegada del invierno estipula nieve en el calendario. De ninguna manera. Aquí, uno tiene siempre la impresión de que el buen tiempo llegará pronto, aun en los peores días de lluvia torrencial o simple calabobos. “¿Cuándo saldrá el sol?”, se preguntan los vecinos, mientras abren cuidadosamente los paraguas y se abrochan los abrigos. “Dan bueno a partir del viernes”, interviene algún optimista mejor informado, orgulloso, como quien reparte dulces en una fiesta.

La lluvia en Santander parece siempre algo inesperado, pasajero. Pilla de improviso y acaba con el verano -o lo interrumpe- en el peor momento. No obstante, esa humedad que, poco a poco, forma charcos y disuade al paseante de salir de casa es también la que nos vincula con la memoria, la que nos devuelve a los años primeros. La mano de una madre que conduce al niño, cuidando de que no se cale hasta las rodillas. O los antiguos sábados de paz y aperitivo en el Chiqui, especialmente en invierno, cuando la mar embravecida evoca algo distinto al paisaje ocioso y playero. Las conversaciones que se han perdido, las palabras que no llegaron a pronunciarse. Ésa es la razón de las ausencias.

Y, sin embargo, la noche, en su quietud falsamente iluminada por las farolas, es también una promesa: no acaba aquí la cosa. Otros niños pasearán, quizás mañana mismo, de la mano de sus padres, o en el asiento de atrás de un coche, maravillándose de las olas que estallan contra la ciudad, elevándose muy alto para posarse, mansamente, sobre el asfalto. Las calles preparan de noche el escenario para la vida que se despliega de buena mañana, esperan la emoción o el tedio del deportista y de las parejas. Quizás, la melancolía del jubilado, que se deja llevar por el recuerdo, cachava en mano y boina bien calada, observando ensimismado el horizonte.


Todo está como debe. Pero uno lo comprende mucho más tarde, no de joven, cuando quería escapar de ese viento interminable, de esa humedad puritana y fatal, para explorar nuevos territorios. Para desafiar al tiempo y a este espacio que siempre aguarda una lluvia nueva.

*Publicado el 8 de marzo de 2015 en El Diario Montañés. Primer número de la serie 'Con nocturnidad'. Fotografía de Andrés Fernández. 

Frágiles*



Se multiplican en la plaza pública, vistiendo sonrisas y componiendo círculos. Han aparecido de pronto, estimulados por la crisis. Algunos no llevan corbata y emergen desde las profundidades de la crítica social. Otros son jóvenes emprendedores, abonados a la modernidad de la clase media con posibles. Este es su tiempo. Ahogados por la ausencia de perspectivas, paralizados por la esclerosis de la política nacional, hablan y proponen giros liberales o el “gobierno de la gente”. Sus rivales, socialistas y populares, les replican con temor. Han ganado la batalla del discurso. Nada puede detenerlos, salvo las urnas.

La democracia tiene estas cosas. La ilusión de la actividad, la urgencia del aquí y ahora conduce al indignado hacia la creencia. La progresiva politización de amplios sectores de la sociedad española ha despertado en muchos el complejo de vanguardia imprescindible, de grupo elegido para guiar a los españoles al territorio del bienestar. Moisés redivivo a golpe de eslogan. No es la primera vez que ocurre.

Sin embargo, atravesar el Mar Rojo acarrea servidumbres. Sobre todo cuando, al otro lado, esperan cuarenta años de papeleo y argumentario. Resulta complicado aceptar el hecho de que a la fundación de un partido le sigue el ejercicio del poder burocrático, la purga, que es algo mucho más sólido que el entusiasmo por la revolución. Lo hemos visto recientemente en Cantabria, con el calvario de Juanma Brun y sus compañeros díscolos en Podemos, o con el desencanto de Gómez Nadal y la fallida comunión de la izquierda autonómica. Pero no solo. Ahí está el proceso de derrumbe estatal de UPyD, sus autos de fe y cambios de chaqueta. Quizás, el inquisidor experimenta el uso de su autoridad como un chute de adrenalina. Los simples mortales no podemos saberlo. Lo que desde luego está claro es el duro despertar de los bienintencionados que creyeron en una militancia fructífera para los menos favorecidos por las recetas de la austeridad.

“El poder desgasta solo a quien no lo tiene”, aseguraba Giulio Andreotti. Va a tener razón. Las luchas intestinas en los nuevos aparatos advierten contra la repetición de los viejos dogmas. El discurso único a la espera de la victoria. Tan viejo como el sol. A los reprimidos ya solo les queda la conciencia de su fragilidad, la decepción de los meses desaprovechados, la sorpresa al perder el privilegio en la mesa del banquete o en el pelotón de los vencedores.   


Pero esto es solo un espejismo. Que el mundo parezca resumirse en una militancia política es ciertamente apetitoso, mas irreal. Es posible que esté llegando el momento de desempolvar la crítica ante los muchos problemas del país. Guardar las banderas y los carnés puede ser hoy la acción más provechosa. Enarbolar el escepticismo frente al flirteo de la secta. El filósofo esloveno Slavoj Zizek lo advierte: “No actúes, sólo piensa”. Un programa más exigente, sin duda, que asumir un credo. 

*Columna publicada el 22 de abril de 2015 en El Diario Montañés.

El horror*



El fiscal jefe de Marsella, Brice Robin, parece un tipo listo y gris que cumple con su deber. Ese perfil alopécico y funcional lo hemos visto muchas veces, activo en las más diversas ramas del conocimiento. A Robin podemos imaginarlo abogado, dentista o ingeniero. Se trata del esfuerzo que da fruto, de la voz que todos escuchan durante las cenas en familia: “Haced lo que Brice os diga”. Es posible que nada de lo humano le sea ajeno y que sea capaz también de aflojarse la corbata y de emocionarse, encontrando en el arte la pasión que falta en las compilaciones legislativas. Sin duda, no es una víctima de la moda, pero le gusta ir bien vestido, por respeto a la institución que representa.

Pero, Brice Robin no está solo. También usted se levanta temprano e intenta hacer bien sus tareas. Sirve el desayuno a los niños, limpia la casa y acude a su puesto de trabajo. Cuando las cosas se tuercen, evita que su familia lidie con la tristeza y se traga los juramentos. “¿Todo va bien, cariño?”. “Sí, no te preocupes”. Así avanzan los países.

Por ese motivo, cuando el fiscal desveló el misterio que escondía la caja negra del Airbus 320 de Germanwings estrellado en Los Alpes, usted lo comprendió perfectamente. El relato de Robin iba dirigido a usted. No fue convenientemente adaptado por los medios. No hacía falta. Fue la concisión sin extravagancias, la verdad en paños menores. El fiscal no sobreactuó. Se limitó a explicar lo que había, a exponer el sinsentido. Habló como un asalariado y redujo la locura al dato.

El miedo emerge entre oficinistas que intercambian información. La normalidad de Robin y la del espectador convergieron en un episodio trágico: el del mal que invade lo cotidiano y amenaza con corromper el equilibrio de la responsabilidad. El avión que no se cae, sino que es derribado. La conexión europea, refinada y emprendedora, interrumpida por la decisión de alguien que ha perdido. Robin y usted concluyen su jornada laboral y se relajan un rato en el sofá antes de irse a dormir. El copiloto Andreas Lubitz pensó distinto. No sabemos en qué punto del vuelo decidió que continuar adelante era mucho peor que precipitarse contra la montaña. Robin tuvo que sacudirse todo su orden para ponerse a escuchar la dramática conversación de la cabina. Y se lo contó a usted, su semejante, sin la pretensión de incorporar argumentos científicos o antecedentes más o menos oportunos. En su discurso, no hubo exnovias, historiales médicos, o desprendimientos de retina. Todo eso vino más tarde. Con Brice Robin, sólo hubo tiempo para los gritos tras la puerta y un sonido de respiración serena en la cabina. El copiloto Andreas Lubitz, alemán de 28 años, escuchó las súplicas del comandante mientras veía la montaña hacerse cada vez más grande. Y respiró tranquilamente. Ese fue el hecho. El horror.

*Columna publicada el 9 de abril de 2015 en El Diario Montañés. 

Pirámides*



La política consiste en ocupar espacios, en extender la presencia del poder, su grandeza. No siempre se ha entendido bien esta superación de la utilidad, el endiosamiento casi consustancial a quien ejerce temporalmente la gestión del dinero. Los antiguos egipcios, por ejemplo, erigían pirámides alrededor del sarcófago regio, para demostrar algo más que el sobrecogimiento ante el cadáver. Era toda una declaración de intenciones: la esclavitud como quintaesencia del dominio imperial. En nuestros días, lo prosaico de la administración debería exigir mayor cuidado por lo que es de todos. Lamentablemente, la democracia europea está lejos de encarnar ese vergel de ciudadanos responsables que eligen representantes serios y honrados.

La pasada semana, se inauguró en Fráncfort la nueva sede del Banco Central Europeo (BCE), tras doce años de obras. Se trata de un edificio monumental, de 185 metros de altura, para cuyo diseño el arquitecto Frank Stepper, reconocido culé, afirmó haberse inspirado en el juego de Leo Messi. Los trabajos han costado 1.300 millones de euros, casi un 50% más de lo previsto. Pese a su imponente presencia, la construcción es, sin embargo, demasiado pequeña para albergar a todos los trabajadores, por lo que un buen número de funcionarios seguirá instalado en oficinas de alquiler. Una mole, en definitiva, insuficiente. 
  
Su puesta de largo recibió una violenta respuesta. La ciudad alemana fue tomada por grupos de manifestantes que protestaron contra el dispendio. Las calles se llenaron de antidisturbios y gases lacrimógenos. Al final, 350 detenidos y más de una treintena de heridos como colofón a una jornada festiva que a Mario Draghi, presidente del BCE, se le atragantó.

Es sabido que al político el cuerpo le pide obras. Lo importante es que se vean, que impacten y sirvan de rúbrica para garantizar la próxima reelección. La desapasionada democracia contemporánea se alimenta del tedio, apagados ya los fuegos del caudillismo. Ese pueblo bombardeado televisivamente a la hora de la comida con cintas que se cortan y con primeras piedras; esa mirada resignada del espectador, como diciendo: “no tenéis remedio”, pero todavía sin la indignación... Ha tenido que arraigar la crisis para que el culto a la personalidad a través del hormigón y del cristal comience a ser objeto de críticas. Nunca es tarde, dicen, si la dicha es buena.

Frente a la fiebre del pródigo, la serenidad del gestor. Existe un ámbito más cercano al ideal, que se descubre cada vez que alguien acude a las urgencias de un hospital público o recibe tratamiento médico. El dinero que parece quemarles en las manos a nuestros políticos es el mismo que debería destinarse a conservar y a enriquecer lo necesario. Algo que no precisa de fastos, sino de vocación constante, de esfuerzo por proteger al ser humano de su fragilidad. Conviene recordarlo hoy, cuando a la aparente necesidad de erigir edificios majestuosos se le une la exigencia de austeridad a los de abajo.  

*Columna publicada el 26 de marzo de 2015 en El Diario Montañés. 

Feligresía y plasma*



“Queremos un hijo tuyo”, le gritaban las señoras al Felipe González de la pana. Eran años analógicos y toreros. La política se descubría entonces como una forma de diversión al aire libre, con profusión de himnos y banderas, como quien se despereza tras dormir demasiadas horas. El franquismo había caducado y el poder sustituía las capillas por el albero. El mitin y el bocadillo: eso fue la Transición. No es poca cosa. Fue la época del diseño de un nuevo país, sostenido por renovados cimientos democráticos. Para triunfar en la flamante batalla electoral, se exigía la presencia de los partidos en cada rincón del territorio patrio. Así, emergieron los aparatos, como la alergia en primavera.

Los cambios sociales incorporan siempre un relato mítico, que resume la efervescencia revolucionaria en un único episodio. Los franceses tienen su toma de la Bastilla. Los estadounidenses, su bostoniano motín del té. Los rusos, el asalto al Palacio de Invierno. Podría decirse que la España actual se explica por la movilización del 15M, una protesta dirigida contra el centro neurálgico del sistema político, contra el bipartidismo y el poco espacio que se deja para la participación del ciudadano. Pero, no. Eso sería engañarse. Hoy, España es Mariano Rajoy dirigiéndose a la prensa desde una pantalla de televisión. El plasma, como herramienta política, el final del contacto y del matiz.

De hecho, el 15M, las mareas ciudadanas y las grandes manifestaciones contra el Gobierno han capitulado ante un claustro de profesores. Pablo Iglesias y sus compañeros de departamento han devuelto la ilusión a muchos votantes, pero han despejado las calles. No puede negarse la influencia definitiva del audiovisual sobre las conciencias, de la tertulia sobre la ideología. Ningún político emergente puede aspirar ya al triunfo sin liberarse la de corbata y sin pisar los platós. Bastan un par de comentarios, unas cuantas emisiones para hacer zozobrar a las encuestas. Desde Albert Rivera a Alberto Garzón, los aspirantes se reparten acusaciones de favoritismo en la pequeña pantalla y aprovechan los minutos en el aire para vender el género. Los partidos dominantes, por su parte, prefieren no participar en una discusión que, en resumen, va en su contra.

Pese a su tendencia a lo simple, la nueva situación no puede provocar amargura. Al fin y al cabo, asistimos a la confirmación de los nuevos políticos, antes del reparto de su marca entre los aparatos autonómicos. Iglesias y Rivera, sin ir más lejos, han atado corto a sus respectivos círculos, limitándose cualquier actividad a un duelo mediático entre tres o cuatro individuos. Tiene todo, en definitiva, un aroma americano: la reivindicación del carisma. Pero, ay, esto es España. Y no se comprende el país sin la batalla de máximos, sin la mención del pecado.

La inédita fiesta democrática apenas alegra al personal. La ortodoxia es, ante todo, una actitud. El otro no es un adversario, sino un representante del mal. El ciudadano se convierte en feligrés, las redes sociales estallan en la descalificación. Las acusaciones de culpabilidad y la defensa del sospechoso igualan a los contendientes. La necesaria reforma política del país corre el riesgo de cristalizar, de nuevo, en una fractura social irreparable. Muchos confunden política y teología. Algo habitual en la historia de España, por otra parte. 

*Columna publicada el 12 de marzo de 2015 en El Diario Montañés. Fotografía de la agencia EFE.

Judíos*



El primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, se pasea por Europa como un vendedor de chubasqueros en una plaza de toros. Podrá indignar su dramática oferta de refugio a los judíos amenazados en el continente, pero el caso es que llueve. En 2014, se registraron 851 actos antisemitas en Francia, más del doble que el año anterior. En ese ambiente crispado, 7.231 personas emigraron a Israel. Los recientes atentados de París y Copenhague elevan la inquietud a la categoría de emergencia. “El lugar de los judíos franceses es Francia”, protestó el jefe del Ejecutivo galo, Manuel Valls, tras el reciente ataque al cementerio de Sarre-Union. A estas alturas, la idea de un éxodo definitivo no parece descabellada.

La crisis, sin embargo, estimula el discurso. Los gobiernos europeos, vacunados contra el pogromo, recuperan empaque desde la serenidad del orden liberal. Para defender la sociedad abierta, piensan, no basta con apelar al cumplimiento de las leyes. Es necesario dar un paso más y recordar que las posibilidades de libre expresión emergieron de la batalla contra el totalitarismo y de la reivindicación del otro. Tan sencillo e inspirador como eso.

España, por su parte, está a otra cosa. Aquí, se mira a los judíos como las vacas al tren. El antisemitismo y los ataques contra la prensa crítica han precedido siempre a la catástrofe en la vieja Europa. En nuestro país, la libertad de palabra aún conserva parte de su prestigio, y el ‘Je suis Charlie’ impactó a los ciudadanos. Lo de los judíos, no obstante, es peliagudo. Un asunto, digamos, exótico.

Quizás, las dificultades para adaptarnos a la modernidad pasan por la inexistencia, aceptada y cotidiana, del diferente. Y, como diferente, el judío ha sido y es paradigmático. La memoria sefardí permanece en la Península como un reclamo políticamente correcto para la defensa del patrimonio cultural, pero ha dejado una huella a medio camino entre la amargura y la indiferencia. Auschwitz, directamente, no le dice nada al español, acostumbrado más bien al discurso antijudío clásico, con su profanador de hostias y su torturador de cristianos imberbes.


El compatriota medio, católico o espectador de series, se pregunta qué habrán hecho estos cafres para ser perseguidos durante tanto tiempo. Y siempre encuentra respuestas para la discriminación: que no se integran, que controlan las finanzas, que están muy cerca del poder, los bombardeos de Gaza, o la crucifixión de Jesucristo. Desde el cinismo, todo se justifica. Y seguimos a lo nuestro. A las masacres de París respondimos con sobreactuadas manifestaciones en contra de la islamofobia y quejándonos del poco caso que se le hace a Nigeria. La tradicional osadía española cerró en falso el capítulo terrorista para poder seguir hablando de la Gürtel o de la próxima revolución, que es lo que en verdad nos gusta. Mientras Europa vuelve a quedarse sin judíos, aquí se vive permanentemente a las puertas del Paraíso. O del precipicio, que viene a ser lo mismo.

*Columna publicada el 26 de febrero de 2015 en El Diario Montañés

Blanco*



El camino, como la ceguera de Saramago: un páramo blanco, interminable. La carretera desaparece bajo la nieve, el progreso se interrumpe. Madrid se aleja. El estallido del invierno da sentido a los kilómetros. Estamos aislados. O lo están ellos, depende de dónde situemos la acción que verdaderamente importa. Una espesa blancura nos separa de la capital del reino. Es, sin duda, una mala noticia. La carretera reúne y comunica, establece vínculos y promete negocios. ¿Cómo despreciarla? Y, sin embargo, resulta imposible no honrar la distancia, no acurrucarse en la costa. Madrid es hoy una gestión y una protesta. La ciudad acoge al forastero, cierto, pero se engalana para la revolución. Y para su condena.

Hay que protegerse. Ésa fue la razón del siglo XVIII: elevar al hombre, defenderlo de la discrecionalidad del poder. No resulta fácil. Las castas que se disputan la hegemonía española se baten en Madrid por ganar los corazones y por llenar las calles. Poco queda ya del discurso y del programa. Es complicado destilar lo positivo de la marea acusatoria. España adopta el mensaje de la ilusión y de la rabia. Hay pocas actitudes más peligrosas en política. La ilusión se desplaza por la península, acomete a las provincias con voluntad de gobierno. La rabia se empodera. El espacio se reduce.

Pero, uno tiene la impresión de asistir siempre a la misma batalla, con los mismos soldados inflexibles. La discusión empequeñece la vida en sociedad, la resume en trincheras. Protagonistas no faltan: Bárcenas, Tania Sánchez, Monedero, Esperanza Aguirre, Susana Díaz… El verdadero desafío consiste en asumir que el país es un duelo de partidos que se presentan como portadores de soluciones únicas. En definitiva, el peligro de la secta, de la exclusión. Madrid, fiel a su tradición, impone hoy un argumentario de enfrentamiento.

Sin embargo, es posible que seamos injustos en la crítica y que, en realidad, Madrid no sea más culpable, por ejemplo, que Cantabria. Y que a un lado y a otro de esta blancura feroz no exista nada más que la misma España de siempre, empeñada en construir guerras para no solucionarse.

*Columna publicada el 12 de febrero de 2015 en El Diario Montañés.