sábado, febrero 23, 2013

Centenario


La ciudad se ha despertado hoy casi blanca, bajo una leve promesa de nieve y una certeza aguda, furiosa, de frío europeo. Las amenazas en la ciudad, si hemos de ser sinceros, raramente se concretan en lo peor. A menudo, los avatares de la vida se suceden despacio, de forma casi imperceptible, a través de una pulcritud que podríamos calificar de burocrática. Por eso los copos (escasos y tímidos) caían lentos, como obligados, durante unos pocos segundos antes de que todo volviera al orden natural de las cosas. De esta forma ha amanecido la ciudad en la mañana del centenario; en la jornada en que su equipo de fútbol cumple 100 años.

La calle rápidamente se hace eco de un evento que coincide con un choque liguero. Dos pájaros de un tiro. Algunos ciudadanos se pasean pletóricos por la efeméride, vistiendo orgullosos los colores de su club. Hay niños con balones, ataviados con el equipaje oficial, que corretean calle arriba y calle abajo. Otros se contentan con protegerse de las bajas temperaturas con el gorro y la bufanda que, acompañados de un suplemento especial, dan hoy con el periódico más importante de la ciudad. Lo más interesante es escribir de una pasión cuando ya no se siente, cuando los ingredientes que la hacían posible ya no existen. Hoy puede ser un día apropiado para hacer frente a un sentimiento, más que darlo por supuesto.
 
El fútbol no es un todo que pueda analizarse en términos objetivos. La lógica, la abstracción no sirven para deshacer los nudos de la polémica que habitualmente lo atenazan. El fútbol es otra cosa, eso lo sabe todo el mundo. Algo que entronca directamente con la educación del niño, con su vivencia familiar y formativa. Habrá otras experiencias al respecto. No importa: todas valen lo mismo.

En este deporte, como en todo, lo peor es el mimetismo, el comportamiento gregario, violento y vulgar. El insulto, la provocación, expuestas en un ámbito dominado por la picaresca empresarial, el cinismo de quien pretende hacer caja con la explotación de un sentimiento. La indignidad, como dicen, instalada en la poltrona del poder.

Pero eso es sólo ruido. Frente a la avalancha crispada y cotidiana, provocada por los conflictos de intereses, emerge la verdad indiscutida, imprescindible, del hobby. Así dicho, suena a poco, pero la imagen es poderosa: es el niño de la mano del padre, aproximándose al estadio, tras dejar el coche aparcado muy lejos. Un paseo de nervios e ilusión antes de un partido. Es salir muy pronto de casa para evitar el atasco, escuchando por la radio el carrusel de goles. Una cuestión de aromas y sabores, que golpean los sentidos del niño al atravesar el umbral que da acceso al campo. Esa mezcla de pipas, puros, café duro y mucho frío. Llegar a la localidad reservada, justo cuando los jugadores saltan al césped para ejercitarse.

El encuentro, muchas veces, es lo de menos. Pesan más los gestos de los vecinos de localidad, los cánticos. Incluso la posibilidad de disfrutar con la calidad de algún futbolista rival. No hay rabia, ni odio. Son dos horas de deporte. Ciento veinte minutos de rito dominical, con la amenaza de una nueva semana escolar a la vuelta de la esquina. Tú y tu padre, mano a mano, cultivando una afición común. No puede pedirse más.

Y salir un poco antes del estadio -si el partido está decidido- para evitar la aglomeración en la vuelta a casa. Un regreso al hogar, donde se besa a la madre, que pregunta cómo ha ido la cosa, y desde el que se telefonea al abuelo, futbolero veterano. A él se le hace una crónica exacta de lo acontecido. La primera crónica de muchas que han de venir.

Son los diez, once, o doce años, marcados por el deporte. Muchas temporadas de Primera y Segunda. Pasa el tiempo y el rito desaparece y llegan otras ocupaciones. Y es la madre, entonces, quien recoge el testigo del equipo, transistor en mano, apostada cada fin de semana en el sofá para escuchar las retransmisiones. Los lunes, las tertulias. No se perdía una. Ella, una mujer lectora, amante de las bellas artes, presa de la pasión por un equipo de fútbol. No es extraño, pese a lo que puedan pensar los talibanes de una u otra orilla.

Más tarde, la UEFA, la Copa del Rey, el delantero de Burundi silenciando una catedral. Buenos años. Gran recuerdo. La madre ya no está. Se la llevó una enfermedad cruel y habitual, cuando aún era demasiado joven. Su transistor no ha vuelto a encenderse.

Esta reflexión no busca moraleja, ni pretende fijar un dogma. Al contrario, sus motivaciones son mucho más humildes. Nada más que rescatar la idea de la normalidad, ese fin al que todos aspiramos, frente a lo que hoy domina: el grito, el insulto, la mafia sin clase. Como el profeta Elías -perdónenme la referencia bíblica- quien, asustado por la anunciada visita de Dios, creyó reconocerlo en el fuego y el trueno, para, finalmente, encontrárselo convertido en una suave brisa.

Reivindico, aquí, la suave brisa, aún cuando soy consciente de su imposibilidad. El club que hoy celebra su centenario ya no existe. Porque mi equipo era otro, y jugaba hace casi veinte años, alineando rusos y nigerianos; pasando de golear al todopoderoso Dream Team a bregarse en los infiernos de Segunda. Un bloque con aroma a puro, a frutos secos, a café negro y fortísimo de puchero. Una pasión familiar, forjada en el hogar y en la calle.

Otros niños corren hoy por las avenidas de la ciudad y se cruzan con alguien que los comprende a la perfección. El fútbol no es eso que dicen: no es la pasión de un pueblo, su brazo armado en una era sin batallas, el orgullo patrio condensando en once muchachos. Todo lo que importa crece despacio y es necesario cuidarlo. Mucho más el fútbol, que cuenta con enemigos poderosos que tratan de apropiárselo una y otra vez. La ciudad celebra hoy un centenario. Extinguida la pasión, conservamos la memoria, a menudo azuzada por imágenes de gloria y derrota, condimentada por el recuerdo del frío y las pipas, los refrescos y la merienda del invierno escolar. La fotografía de una madre junto al transistor y un abuelo esperando tu llamada.