jueves, septiembre 22, 2016

Aute*



El último libro que leyó: ‘Sobre la belleza’, de Zadie Smith. Ella lo anotó disciplinadamente en su pequeño cuaderno de lecturas, con una caligrafía muy deteriorada por la enfermedad. Tras recorrer las últimas líneas, devolvió el ejemplar a la estantería colmada de relatos leídos o en espera. No dio tiempo a más. Que ‘Sobre la belleza’ constituyese la última aventura lectora le dio a su vida un final ajustado. Pocas palabras resumen mejor su personalidad. En busca de la belleza, exploró caminos nuevos, imaginó maneras de acercar la lectura a los más jóvenes, con la honradez de quien no exige recompensa, admiración o cargos. El mero hecho de transmitir el placer que uno experimenta, para que no se pierda en la vorágine del nuevo siglo. Qué extraña parece, hoy, esa satisfacción escueta; qué lejos su rostro en el tiempo. Han pasado ya seis años.     

Son pocos los que pronuncian la palabra. Decir belleza es exponerse al desprecio de los inquisidores, a la indiferencia de quien encuentra la manera más segura de medrar. La belleza es frívola y esa es su cualidad más sabrosa. Sirve para convertirnos en seres humanos, para completar la animalidad con algo más brillante. Puede parecer poca cosa. La belleza es el placer, claro, pero también la justicia y la entrega. La belleza es el bien, porque la maldad nunca será bella. Eso queremos creer, a pesar de todo.

Escribo este texto en una tarde de septiembre prematuramente otoñal. Dicen que Luis Eduardo Aute permanece ingresado en un hospital madrileño, recuperándose de un infarto. Pienso en él y vuelvo a su concierto de 1999 en la Plaza de Toros de Cuatro Caminos, junto al gran Silvio Rodríguez. Recuerdo la emoción de aquella noche cálida, escuchando los versos que todos conocíamos. También a Aute le preocupa la belleza. Su canción así titulada sonó -si la memoria no me falla- en Santander. “Antes iban de profetas/ y ahora el éxito es su meta;/ mercaderes, traficantes,/ más que náusea dan tristeza,/ no rozaron ni un instante/ la belleza…”.



Aún no somos capaces de medir lo que se pierde en cada infamia, en cada gesto de impostura. La resignación cubre dos frentes: la intransigente militancia y la desvergüenza arribista. El sacrificio es el denominador común, el ingrediente compartido por ambas peligrosas recetas. Muy lejos queda la belleza, permanentemente pospuesta, a la espera de tiempos mejores. Lo cotidiano, sin embargo, sigue ocupado por los de siempre, en su falsa batalla por el poder, en su evidente falta de generosidad. La cultura, la amistad, esa satisfacción de celebrar el milagro de estar juntos y de aceptarnos en la diferencia -que es lo más caro del progreso- se deshacen con el insulto. Y eso es lo que ellos quieren. Lo menos ingenuo de todo esto es que ya han pasado seis años y parece mentira que esa añoranza no la comparta el planeta entero.

*Columna publicada el 22 de septiembre de 2016 en El Diario Montañés. 

viernes, septiembre 09, 2016

Refugio*



"Siempre pensé que, cuando me hiciera viejo, Dios irrumpiría en mi vida de algún modo. Y no lo ha hecho". Ed Tom Bell (Tommy Lee Jones), veterano sheriff de Texas, carga con su estrella en una época que le es hostil. Comienza la década de los ochenta y su tierra alberga horrores nuevos, amenazas que Bell, a punto de jubilarse, ya no reconoce. Lo escribió Cormac McCarthy en 2005 y los hermanos Coen lo llevaron al cine dos años después. ‘No es país para viejos’, dijeron. Exactamente eso. Bell añora tiempos más seguros, la felicidad de pisar en firme, de disponer de herramientas que descifren el mundo; la confianza en el futuro domado.     

El sheriff no exagera en su agonía ni forcejea con el destino. Silenciosamente, se aproxima al ocaso de su carrera y sólo se permite algún que otro lamento antes del mutis. Bajo una primera capa de resignación, hay miedo seco, intransferible. Bell sufre cerca del abismo, teme ese final inevitable. Llega desvalido y sin asideros.   

El pasado fin de semana, la religiosa Isabel Solà fue asesinada en Puerto Príncipe. Unos desconocidos abrieron fuego contra el coche que conducía, supuestamente con el robo como único móvil del crimen. Solà residía en Haití desde 2009. Tenía 51 años. Llevaba más de treinta ocupándose de los que menos tienen.  

A estas alturas, resulta imposible rescatar la fe para elevarla a ingrediente principal de la receta. Es perfectamente lógico: siglos de crueldad e intolerancia y numerosos descubrimientos que nos permiten avanzar. Como Ed Tom Bell, el hombre contemporáneo también muestra esa decepción por la existencia sin relato.


Pero Isabel Solà compuso un relato propio, lo encarnó. No fue, la suya, una apuesta convencional: encontró al ser humano en el sufrimiento y trató de paliar su dolor. Nunca sabremos si fue Dios el que irrumpió en la vida de Solà o si ocurrió al revés. No sería ninguna novedad; al fin y al cabo, la tradición religiosa describe el empequeñecimiento del Eterno, que pasa del trono al hombre, de la libertad a la pérdida. Finalmente, del Sinaí a Auschwitz. Quizás, su vida y su muerte confirman que sólo puede nombrarse a Dios a través del gesto hacia el Otro, sin la memoria simple que ata pero no espolea. Convertirse en refugio para el prójimo; amar al pobre, sí, pero luchar contra la pobreza.  

La última escena de la película: Bell, ya jubilado, se sienta a la mesa del desayuno con gesto intranquilo. Habla con su mujer, le cuenta un sueño que ha tenido. En él aparecía su difunto padre. Iban los dos a caballo, atravesando un desfiladero. Bell se quedaba atrás, viendo cómo su padre se adelantaba en el camino. "Yo sabía que él iba a seguir y a encender una hoguera en medio de aquella oscuridad y de aquel frío. Sabía que, cuando yo llegara, él estaría allí. Y me desperté". 

*Columna publicada el 8 de septiembre de 2016 en El Diario Montañés