jueves, julio 25, 2013

El Silencio

Es un día, como otro cualquiera, para pensar la muerte. Lejos de aparecerse como un motivo para la cháchara y la exhibición sentimental, exige silencio y campanas, recomposición de las seguridades. De pronto, golpea como una ventana mal cerrada en plena corriente.

Casi ochenta personas murieron ayer en Santiago de Compostela.

También se fue un amigo al que no veía desde hace algún tiempo. Sus cosas permanecen en el mundo, como una mueca contra el consuelo.

Su número en mi teléfono, su ropa en la casa. Su olor, probablemente, en todas partes.

No hablaré de la tristeza, no hay nada que decir. La muerte establece las coordenadas que infantilizan cualquier decisión y cualquier acto. Convierte una escena frívola en densa eternidad. La promesa, en un vacío. Todo esto ya se ha dicho antes.

Antes, digo, cuando la fe imponía silencio y campanas. Y vestidos negros. Y velas que encender junto a un lecho ordenado. Esa intensidad de la tierra que reclama su parte, la impertinencia de la metáfora, que siempre se queda corta. Entonces había amarras.

La juventud, que hace de la tumba un sueño. ¿Qué decir?

La muerte se exhibe mientras una pareja se besa en una terraza o los niños juegan en un parque. Nada se le resiste y el arte no funciona.

Nadie puede aprender del silencio. Esa paradoja que nos define. 

Y lo más cruel. Todo está donde debe. “Dentro la vida y la muerte/ la nieve cae incesantemente” (Santôka). 

 

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