viernes, agosto 02, 2013

Diseccionar a Buñuel*


París, 6 de junio de 1929. Cine Estudio de las Ursulines. Lo más granado de la intelectualidad francesa asiste, expectante, al estreno de la primera película de un joven español llamado Luis Buñuel. La cinta, de título ‘Un chien andalou’ (Un perro andaluz), despliega una breve sucesión de imágenes oníricas, tercamente alejadas de la narración ortodoxa. Consciente del rechazo que puede generarse entre la audiencia, el realizador se embosca tras la pantalla con los bolsillos llenos de piedras. Su idea: lanzárselas al público en cuanto comiencen los abucheos. No tendrá que hacerlo. La película es un éxito. La vanguardia cultural de La Ciudad de la Luz adopta con entusiasmo a un nuevo creador. El exigente André Breton, sumo pontífice del movimiento surrealista, da el visto bueno al desgarro del ojo por la cuchilla, imagen arquetípica del cine.
El aragonés había concebido el proyecto junto a su amigo Salvador Dalí, antiguo compañero de juergas en la madrileña Residencia de Estudiantes. Gracias a la producción de su madre, quien colaboró con 25.000 pesetas, ambos creadores dieron forma al relato elaborado al alimón en la casa del pintor catalán en Figueras.
Fue este ambiente de cine y amistad acaso el último periodo de placidez del que disfrutó Luis Buñuel. Su nombre y su obra se convertirían, a partir de entonces, en sinónimo de escándalo. Dos de los grandes temas de su producción, la sexualidad reprimida y la opresiva presencia de la religión católica en la España de su tiempo, generarían una violenta contestación por parte de los sectores más conservadores de la burguesía, otro de sus enemigos íntimos.
Una obra, en definitiva, tan alejada de los convencionalismos que causa, al mismo tiempo, controversia y malentendidos. Uno de sus mejores amigos de juventud, Federico García Lorca, se toma eso del ‘perro andaluz’ como un ataque velado contra su persona. Tardarían años en reconciliarse.
«Adoro los pasadizos secretos, las bibliotecas que se abren al silencio, las escaleras que desaparecen en las profundidades, las cajas fuertes disimuladas», admite el propio Buñuel en su libro de memorias, ‘Mi último suspiro’, publicado apenas un año antes de su desaparición, hace ahora tres décadas. No resulta extraño. Su cinematografía indaga en lo escondido, muestra el lado oscuro, reprimido, sin una previa reformulación teórica. Lo irracional como dominante. Eso lo aprendió de los surrealistas, maravillados por la revolución freudiana de principios del siglo XX.
En sus declaraciones públicas, el cineasta se esfuerza por apartarse de la etiqueta intelectual que pretenden endosarle. Primogénito de una acomodada familia aragonesa, su biografía se funde con la de otros jóvenes de la cantera intelectual de la España de los años veinte.
La amistad, forjada con vino y verbenas, a través de lecturas, conciertos, cuadros y versos. Su memoria está poblada de nombres de altura: Alberti, Bergamín, Dalí, Lorca, Cernuda..., conforman la intimidad de un Buñuel que nunca tuvo intención de comparárseles. Sin un temprano talento literario o plástico, sus años de formación son los de un degustador de arte y libros,                integrado en los círculos intelectuales de la capital.
Más tarde, Francia le proporciona una nueva patria cultural. Allí se familiariza con el oficio de hacer cine, colaborando con directores de la talla de Jean Epstein. Es en París donde penetra en el surrealismo y descubre una nueva forma de expresión creativa, a través de la cámara.
Su trayectoria es mucho más que un itinerario fílmico. Supone una lucha innegociable por la libertad. Apegado, como él mismo reconoce, a sus rutinas, no desdeña, sin embargo, ningún viaje o aventura, que lo aleje de la sordidez doméstica de una España a la que le cuesta seguir el ritmo europeo. La II República tampoco lo entiende. Su tercera película, ‘Las Hurdes, tierra sin pan’ es censurada en 1933. Buñuel vuelve a Francia y, después de la Guerra Civil, emprende el camino a los Estados Unidos y, por último, a México.
Para el crítico Ángel Fernández Santos, los tres primeros filmes del aragonés «abrieron al cine los horizontes ilimitados de la imaginación suelta, desamarrada de códigos, en plena posesión de sí misma».  
A partir de entonces, Buñuel refina su propuesta, adaptándose a escenarios tan diversos como México o Francia. En 1961 vuelve a España para rodar ‘Viridiana’, cinta que se alza con la Palma de Oro en Cannes, pero que sufre, una vez más, el mordisco de la censura. Ya es entonces Luis Buñuel una leyenda viva del cine. El 1973, conquista el Óscar a la mejor película de habla no inglesa con ‘El discreto encanto de la burguesía’. Pero hace mucho tiempo que el director de Calanda huye de los focos de la publicidad.
Reverenciado por sus actores, trabaja con los intérpretes más importantes de su época. Catherine Deneuve, Jeanne Moreau, Silvia Pinal, Ángela Molina, Fernando Rey, Francisco Rabal y Carole Bouquet, entre otros,  se ponen a sus órdenes, maravillados por el revolucionario concepto artístico del realizador.
Para la posteridad, la pierna de ‘Tristana’, el zurcido de ‘Ese oscuro objeto del deseo’ o la cajita de ‘Belle de Jour’. Muchos espectadores interrogaron a Buñuel sobre el contenido de esta última. Con su habitual sorna, el realizador contesta al más puro estilo surrealista. «En la caja hay lo que ustedes quieran». Toda una declaración de intenciones.   

*Artículo aparecido en el suplemento cultural Sotileza, de EL DIARIO MONTAÑÉS, el viernes, 2 de agosto, de 2013.


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