jueves, enero 16, 2014

La cabeza en Nueva York*


 
 
Nunca se siente uno tan solo como cuando la actividad se suspende y cae la noche del último día libre. La víspera del retorno al cuartel, sin más horizonte que la tediosa rutina laboral que emerge con la semana. Cualquiera podría mostrar entonces cierta inquietud ante la promesa incumplida y el desconocimiento de los años y su manera de sucederse, con algo de sentimiento, pero apagado, a la espera de tiempos mejores.

Que nosotros sepamos o no el desenlace, que seamos capaces de construirlo, obviando los ingredientes que sostienen el plato y lo hacen comestible pese a la fortaleza cotidiana. Esa cama que permanece en su sitio, esa nevera repleta de posibilidades. La vejez, lenta y cautelosa, pero inmisericorde.

En algún lugar han quedado la ilusión y la esperanza individual. La biblioteca de suculentos volúmenes, toda la vida por delante. Ese rigor medieval que prueba la eternidad con horario recio. Hoy, a las siete en punto de la tarde, ya oscuro el cielo del norte, apenas violado por luces huérfanas y algún ladrido, la habitación vuelve a tejer un espejismo de vida perfectamente inútil, centrada en construirse a pasos lentos.

Hemos superado la treintena. Pero está fresco el recuerdo juvenil de intensa creación y fantasías estadounidenses. El apartamento en Manhattan. Sus grandes ventanales desde los que admirar un soleado Central Park, contenedor del éxito en pantalón corto. Las paredes decoradas con cuadros de amigos artistas. Un vaso de vino tinto y el ordenador a un lado, con la última novela lista para el repaso final.

Otros instintos, quizás el mismo, nos convencen de la beatitud de una casa llena de niños, un amplio jardín donde corretea un pastor alemán. Un buen trabajo lejos de la España decadente.

Lou Reed también ha muerto y, con él, parte de ese imaginario que moldeó nuestros sueños con siluetas de mujeres bonitas, coches rápidos y libertad para no dar explicaciones. Cuando lo real no había irrumpido aún con su rostro de muerte y, lo que es peor, con su carácter de fría insustancialidad. Cuando todavía no nos habían convencido de que éramos un número que trabaja o no trabaja, que goza o no del derecho a la sanidad pública o al transporte. Que respira al ritmo de la mediocridad.

Hoy vemos morir a los que conocimos con 20 años. Jóvenes y dispuestos a dar la batalla al padre, constructores de todas las modas, probadores de todas las delicias. ¿Para qué? Para no volver a la fábrica, ésa que creímos apartada definitivamente de nuestro camino, cuando hilamos, más o menos ingeniosamente, un par de versos tontos.

Pero esa realidad no es únicamente decepción. Existe la fortuna de probar el amor de verdad, de sentirse a gusto en cualquier parte si la compañía merece la pena. De integrarse en la realidad diaria, forzándose a dejar la celda y a escudriñar el teletipo como una nueva sagrada literatura. Ese pacto que hacemos con la vida y que nos vuelve sabios.     

Y hablamos de caminar por las calles húmedas de principios de otoño en una ciudad burguesa. Ese equilibrio apenas mancillado por alguna decisión municipal que decide levantar andamios y decorar fachadas. ¿Y cómo pudimos desear el estallido de una revolución que destrozase la serenidad de la presentación de un libro a las ocho de la tarde, o la cita alrededor de un par de cañas?

Que la droga no signifique nada, pero que las fronteras lo sean todo en tu vocación de permanencia. Que sostengas un clavo ardiendo y no pienses nunca en la muerte. Tú, precisamente tú, que ya lo has visto muchas veces, sabes que el fracaso es una posibilidad real. Más grave, incluso: la indiferencia de la tierra que no espera a nadie.    

Tus problemas sentimentales, tu ambición, ya no importan. No va a existir un público hambriento de tus obras. La actualidad es material, rocosa y aburrida. La protagonizan muchos hombres a golpe de minutos en el telediario, de tuits reivindicativos, de artículos de opinión o fotos progresistas en Facebook.

¿Y dónde quedas tú entre tanto líder? Vacío y solo, con algún poema en tu cuaderno, mientras vuelves de comprar el pan, sorteando viejas en la acera.

Vas para mayor. Cualquier éxito que alcances no será recibido como fruto de un niño prodigio. Las cosas van muy en serio ahora. Ha pasado ya tiempo y debería dolerte el día de hoy como le duele a todo el mundo. Tú, que desprecias tanto la comunicación que la profanas una y otra vez. Mañana mismo volverás a hacerlo. Y llenarás páginas con oficio, sin perplejidad.

Todo se reduce a un juego que no existe y del que salimos derrotados. Hemos caído a tiempo en la cuenta. Mejor no tentar al Eterno con un deseo inútil. Entre párrafo y párrafo, has ido comprendiendo que las voces que se marchan no vuelven. Ya estás más viejo y más solo y estas noticias que te hablan de huelgas, de mareas de colores, de funcionarios, no te sirven. Tú, que únicamente confías en la plegaria de una niña que abraza a su tío loco en Ordet, y le pide que salve a su madre. “Pequeña, tú no sabes lo que es tener a una madre en el cielo”, le responde. Ella la prefiere respirando. Y tú lo comprendes. Y te alegras de comprenderlo de ese modo, aunque no tenga la menor importancia, porque todo el mundo lo sabe.

Pero aquí nadie te habla de eso, ¿verdad? Prefieren esa incesante preocupación por la ley y el alquiler. Y el poder sin atributos. Sospechas que el exilio interior guarda un extraño parecido con el colaboracionismo más servil. Eso lo sueltas de vez en cuando en alguna reunión familiar o al salir del cine. Ahora que no esperamos gran cosa del tiempo que nos queda, pensamos que la vida pudo ser de otro modo. Acaso Nueva York, hoy ya sólo en la cabeza, como Ítaca de todas tus guerras. En este mes de la segunda década del siglo XXI, dirección a Bangladesh.
 
* Artículo publicado en el tercer número de la revista D' Artes.

                                                                                                                

 

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