domingo, abril 06, 2014

Andares





Ellos te lo cuentan como la vida de un santo. Tienen todo el derecho a hacerlo. Interrumpen su caminar lento, de otra edad, y te observan con indulgencia mientras los niños os adelantan entre risas y juegos. No han participado de la revolución, ni transformado su mundo. Han logrado conservar, eso sí, una forma de vida, una actitud. Y eso no es tan habitual. Las décadas transcurrieron apaciblemente en la ciudad burguesa y lo anodino se convirtió en norma. A ese movimiento se le llama reconciliación. La política como aperitivo, como paraguas y chismorreo. Se trata, en resumen, de no ir nunca demasiado lejos. Ni siquiera físicamente: el paseo se interrumpe pronto. La gestión frente a la libertad. Ésta frente a la convivencia. 

La Transición es un relato que rescata al ‘nosotros’ de la memoria parcial de la juventud. El recurso de la solemnidad y la cordura plural contra la amenaza reaccionaria. No se niega. Incluso los más voraces enemigos del llamado ‘Régimen del 78’ aceptan momentos de gloria (no se atreven a decir heroicos) en el periplo. Fue una conversación, sí, pero hubo algo más. Ya lo dijo Norman Mailer de los Kennedy: “Se les quiere porque fueron un poco mejores de lo que deberían haber sido”. Como a Adolfo Suárez, que fue derrotado y su trayectoria última se vincula a la de los parias sin tribu. Y eso tiene siempre mucho éxito. Su origen indiscutiblemente franquista es el último dique que lo separa del panteón. Pero ni siquiera eso enmudece el canto general hacia quien abrió puertas que no parecían indispensables.

Suárez es, hoy, la Transición; una fotografía de niñez en la que un país parece más saludable y feliz. Como todo relato moral, es también un mito. Y un mito es inspiración, sin duda, pero, al tiempo, límite, freno que paraliza la decisión y el acto. Durante el siglo XX -sobre todo, a partir de la victoria de Franco en la Guerra Civil-, España se ha sentido como esos niños a los que unos pocos centímetros de menos les dejan sin poder montarse en la atracción más peligrosa y divertida. Lo tienen cerca, la geografía les es propicia. Pero están lejos de las piruetas y la emoción. Al país le faltaron De Gaulle y las barricadas, Marcuse y Berkeley. No celebró Woodstock. No detuvo a nazis. Su identidad se forja en una charla que se sigue de lejos, con el deseo de que tu huelga, tu manifestación y tu cárcel hayan servido de inspiración para el cambio, y que la inercia del continente no haya sido la única causa.

Y ese papel, secundario pero amable, es el que se discute hoy, el que se alimenta o se niega, amparándose siempre en el orden que no debe perderse. En la ciudad burguesa, donde se camina lento por no romper, por no ejercer la libertad sin su permiso.

No hay comentarios: