jueves, agosto 27, 2015

Periferia



Se presentó Matisyahu en Castellón para allanar los senderos y despejar todas nuestras dudas. No estábamos seguros, vacilábamos a la hora de establecer un diagnóstico del mal que nos aqueja, pero ya podemos respirar tranquilos. Bastó con pronunciar el nombre del cantante estadounidense -judío, para más señas, como no se han cansado de repetir los medios de comunicación- para espolear los bajos instintos patrios. En realidad, el asunto es menos espectacular de lo que parece: en España, hace falta muy poco para convertir al militante en comisario político. Apenas un par de frases ingeniosas, alguna que otra intervención descocada en las redes sociales, y ya se cocina solo el plato inquisitorial. Si el enemigo íntimo toma el camino contrario, ¿qué más se puede pedir? Una buena patada a Rajoy en la entrepierna de un artista reggae.
Las comunidades judías se escandalizaron, y con razón, por el desvergonzado antisemitismo de ciertos discursos políticos. Desde el anónimo más incontinente a diputados como Alberto Garzón, el desprecio por la verdad fue manifiesto: frases descontextualizadas, chapuceros análisis de las canciones y demonización del autor. Lo urgente era demostrar que Matisyahu despide dosis de sionismo y de maldad en estado de gran pureza. El matiz, como suele suceder a este lado de los Pirineos, chupó banquillo.
En definitiva, España volvió a exhibir su idiosincrasia. En ninguna otra parte se puede dar rienda suelta a los prejuicios contra los judíos con tal desenvoltura. Es, quizás, otra de las consecuencias de nuestro tradicional aislamiento. No obstante, la estrategia populista de imposición ideológica fue incapaz de sostenerse frente a la internacionalización del caso Matisyahu. Es decir, la homilía políticamente aceptada chocó contra adversarios que no acostumbran a callar frente al atropello. Algunos deberían tomar nota si quieren evitar próximas frustraciones.
Lo interesante de este asunto tan desagradable no es, sin embargo, el antisemitismo, ni siquiera la política israelí, como han venido sosteniendo los inductores del boicot. Cualquier debate que se plantea en este país, por exótico que pueda parecer, debe ser comprendido como un episodio más en el gran drama cainita español. Toda discusión es rápidamente interpretada en clave nacional. Por ese motivo, siempre resulta difícil hallar espacios para el diálogo.
Afortunadamente, como estado de la periferia, sin influencia en el ámbito internacional, España tampoco puede contagiar sus complejos al vecino. Los países de nuestro entorno nos dejan hacer, como a niños que incordian mientras los mayores toman el vermú. Nadie interviene a no ser que alguno introduzca los dedos en un enchufe. El antisemitismo es, en fin, ese enchufe, irresponsablemente manipulado por quienes se presentan como custodios de la verdad.
Matisyahu cantó en Benicàssim, desafiando a la rediviva Inquisición que reclama certificados de pureza ideológica para ejercer un oficio. Otros habrían decidido quedarse en casa para ahorrarse el mal trago. Él, sin embargo, cantó para responder a la intimidación, al abuso. No guardó silencio como nuestros intelectuales. 

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