viernes, octubre 09, 2015

Francisco*



Debe de ser duro vivir en este tiempo de exhibiciones digitales sin poder aprovechar el viento favorable. Lo fundamental hoy es dar el gran salto desde una determinada tradición ideológica -más o menos sanguinaria- hacia el presente unánime y progresista, fértil en críticas al “sistema” y galgos que se adoptan. Lo han hecho todos. Se trata del famosísimo giro al centro, en el que destiñen los colores. Transversalidad y círculos morados. O naranjas. Está bien que así sea.   

Lo nuevo comparte época con instituciones que condenan cualquier propósito de cambio. Así, la Iglesia Católica, posicionada históricamente a la vera del poder mundano, defiende su aportación al patrimonio intelectual de Occidente, su estatus, sin aclarar el origen; a saber, la aclimatación política coyuntural que modificó para siempre la faz del cristianismo. Esa capacidad de la Iglesia para abrirse camino desactivó el mensaje apocalíptico del Nazareno, pero garantizó su supervivencia, que no es poco.

El Vaticano tenía cintura, en eso consistía su gracia. Sus dogmas eran permeables a las expresiones populares, mientras sus jerarcas hermanaban hábilmente la institución con dinastías y señoríos. Ese entramado controlador de haciendas y conciencias comenzó a resquebrajarse a raíz de la Ilustración. El proceso de derrumbe alcanzó, durante los últimos decenios, niveles de catástrofe. Sacerdotes, obispos y cardenales brotaban públicamente como oscuras presencias cada vez más obsesionadas con el aborto y la financiación. Perdida su influencia sobre las almas, insistían en el discurso agorero, acostumbrándose a interpretar el papel de inadaptados que reciben burlas y golpes. La homofobia y la discriminación de género se convirtieron en los nuevos estandartes católicos.

Hacía falta una política diferente, eso estaba claro. La Iglesia debía probarse un traje nuevo, la máscara de la modernidad. Para ello, bastaba con manejar las herramientas disponibles con destreza renovada, nada de profundizar en la doctrina, que eso desgasta. La figura del Papa, poderosa en la comunicación y capaz aún de llenar plazas y desviar el tráfico, resultaba indispensable. El impacto de las declaraciones del Pontífice, su querencia viajera y su potestad para zanjar cualquier discusión facilitaban las cosas. Mejor una breve entrevista en un avión que iniciar un cambio radical desde la base.


Y así llegó Francisco. Como sus predecesores, el argentino continuó repartiendo abrazos. Esta vez, sin embargo, optó por el lado misericordioso del mensaje, sin desactivar las condenas que siguen al pecado, pero sin destacarlas. Caer bien desde el principio ayuda a moderar las críticas. Por ese motivo, cuando interrumpe su prédica sobre el cambio climático y la desigualdad para tirar al monte –la expulsión del prelado Krzysztof Charamsa poco antes del inicio del Sínodo de la Familia, la reunión con Kim Davis o la reacción ante los asesinatos en la sede de Charlie Hebdo- nadie se escandaliza. La actualidad exige hoy más socialdemocracia aparente y menos explicaciones sobre la transubstanciación. La Iglesia lo sabe. Esta es su nueva alianza con el mundo.    

* Columna publicada el 8 de octubre de 2015 en El Diario Montañés.

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