viernes, julio 15, 2016

París*



El joven voló a París, que estaba demasiado alto. No era suyo todavía. Como en un preludio de eternidad, París respiraba sin angustia, seguro de disponer aún de otras muchas primaveras. Hace casi veinte años, y hace cincuenta o cien, la ciudad se entregaba al viajero como garantía de buena literatura y excesos políticos; de bohemia también y de mucho amor elegante. Ya estaba todo forjado entonces, el joven no participó en su construcción ni en su defensa. La civilización podría haberse derrumbado sin traumas; París seguiría siendo París. Eso sí, a sus quince años buscaba la tumba de Jim Morrison en el cementerio de Père-Lachaise, se perdía en el Barrio Latino o avanzaba por las Tullerías camino del museo de la Orangerie, atento de no romper nada, de no comprometer, con su torpeza adolescente, la santidad del lugar; la santidad laica, se entiende.

París es el monumento, pero también el secreto. Las grandes avenidas y las plazas revolucionarias cubren la tranquilidad de otros espacios sin multitudes. Pienso ahora en el solitario Cioran, desesperándose en los Jardines de Luxemburgo y también en la preferencia de Vila Matas por la escueta e inquietante plaza de Furstenberg. En plena juventud, el viaje a París es siempre una experiencia que se disfruta en pantalón corto y camisetas de propaganda; con crepes, botellines de agua y mucho tiempo de espera en las colas de los museos. De esta guisa, uno se atreve a imaginar lo que sintieron los artistas o los altos funcionarios y promete volver pronto, no olvidar esa porción de tiempo que ha de inspirar su vida adulta.

Cuando el joven visitó París, Elie Wiesel, Imre Kertész y Jorge Semprún estaban vivos. Era el tiempo de la civilización; al menos, de sus últimos ecos. La pesadilla del siglo XX exigía compromiso, libertad y precauciones. Los testimonios de las víctimas del totalitarismo acompañaban a Occidente en su reconstrucción, recordando que los monstruos nunca mueren, que permanecen agazapados en siniestras madrigueras, esperando un oportuno olvido o una pasión de la que aprovecharse. 



Wiesel ha sido el último en desaparecer. Las voces de los campos de exterminio se apagan discretamente en un tiempo que ya no les pertenece, en una sociedad envuelta de nuevo en la desconfianza y acosada por peligrosas tentaciones. Envejecer, morir, nada tienen de extraordinario; es pura biología, pero ¿qué decir de una memoria transformada en celuloide o apenas recluida en libros de texto y actos de homenaje?

Hace casi veinte años, París representaba la esperanza construida. La ciudad se erigía como el símbolo, perpetuado en piedra, de la parte mejor del mundo; aquella que opone belleza al mal, cultura a la barbarie, enarbolando banderas aceptables. Veinte años después, el viajero -que ya no es ningún joven- ha heredado París. Y deberá defender sus plazas, reivindicar su legado, reproducir algo (aunque sea una mínima parte) del orgullo europeo. Pero no sabe cómo.

*Columna publicada el 14 de julio de 2016 en El Diario Montañés. 

No hay comentarios: