martes, mayo 09, 2017

Los uniformes*



La vida no se reduce a la escena de una persona que camina lentamente junto a otra por los pasillos de un hospital. No se reduce a ello, aunque uno tiende a pensarlo. El sentimiento brota en forma de esfera: al principio, la pareja avanza sin obstáculos; ambos con idéntica fuerza, felizmente confiados en la salud y en el futuro. De pronto, un año cualquiera, uno de los dos se quiebra y el mundo alcanza entonces un tamaño ajustado, compatible con la naturaleza y su caducidad. El error es, precisamente, asumir el dolor como un destino irremediable. El fatalismo convertido en arma contra el enemigo; el nacimiento de una opresión. Resulta obligado reconocer que un dolor propio no es el de todos. Nuestro peor día puede ser el mejor de la vida de alguien. Nuestra analítica coincide, en resumen, con una boda. Hablamos, ojo, de la sabiduría más cara.  

No lo sabemos con seguridad pero dicen que, antes, el planeta era un lugar más pequeño, colmado de ritos que proporcionaban orden y consuelo. La vida y sus amenazas coexistían en una placidez de miedos callados; de introspección y fiestas de guardar. El tiempo, hoy, sin embargo, aparece como un abismo profundo, un  espejo siniestro donde se solapan las imágenes de la realidad con todas las esperanzas posibles. El fracaso no se explica ya con la blasfemia que aleja al individuo de la fe y del grupo, sino con la inadaptación a los cambios económicos y laborales.

La soledad se hace insoportable. Uno se lamenta como quien pierde un tren de madrugada, cuando apenas queda nadie en los andenes. No se trata de confundir la senda del triunfo, sino de verse desbordado por la responsabilidad de pagar las facturas. Echamos de menos, quizás, un itinerario más lento y musical en compañía de otros, pero también despreciamos a esos otros que cantan los himnos y les basta. Se reivindica al pueblo pero se rechaza la sociedad concreta por conservadora, por rancia o por ignorante.  

El individualismo intenso y fatal produce -en las mentes entusiastas- una experiencia de la vida urbana que, en los últimos años, no se sacia con la posibilidad del asfalto. Del desarraigo cosmopolita nacen fórmulas colectivas que pretenden ser revolucionarias o tradicionales, pero se entregan a la violencia inmediata y a la misma arrogante intolerancia de siempre. El adanismo convierte cualquier ideología en una herramienta frágil en el largo plazo pero tremendamente eficaz en el presente inflamado.


La “desinstitucionalización, especialmente de la familia”, como señala el antropólogo francés David Le Breton, alumbra monstruos en forma de drogas, alcohol y uniformes. De la autodestrucción al Daesh, todo nacería del mismo malestar anónimo. Los partidos alimentan las promesas de la secta. Por eso, la política es siempre agresión y conflicto entre porcentajes. La gran tragedia contemporánea: apuntalar el desencanto con la utopía, sin educar a la vez contra los totalitarismos.  

* Columna publicada el 5 de mayo de 2017 en El Diario Montañés.

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