lunes, junio 05, 2017

Un buen futuro*



Trabajaron la ilusión de vivir sin tribu; el espejismo de la desnudez. Crecieron en el silencio, improvisando ceremonias y uniformes como último reciclaje. Los poetas que sucumbieron a la tentación de la pose extemporánea se rindieron luego al dogma más vulgar. Valía la pena, quizás, asumir el discurso que emergía cotidianamente de todas las publicaciones y de todas las pantallas. La vida se llenaba de exigencias cada vez más amargas: un sueldo minúsculo, una familia precaria. Era el planeta fragmentado, cosido aún a los restos de la vieja sabiduría.

Insistieron en la intemperie, pero no había alternativa, ni modelos; únicamente el cinismo que sustituyó a la Ilustración -desafiada una y mil veces por los enemigos del burgués-. ¿Quién iba a decirles que la felicidad por la victoria de la democracia alumbraría esta época donde ya nadie confía en poder salvar los muebles?  

El silencio no es para todo el mundo. Se posa en exclusiva sobre aquellos que no pueden pagarse una nueva fe o carecen de un talento incontestable. Han sido demasiados los días de desprecio metódico hacia la cultura; muy alta la apuesta por los instintos del liderazgo rentable. Pero del silencio no nace la quietud, sino el orgullo y una irresponsable conciencia de fragilidad. El “no dejan alternativa” actúa como elemento justificador de todos los crímenes. El mantra se balbucea en las tertulias o se proclama en las manifestaciones. La propia decisión también desaparece como medida del bien. Ya no responden ante nadie.

El humor muere pronto y la esperanza dura lo que la salud. El hogar no puede servir de protección frente a una calle que es ya campo de batalla que se expande en cada territorio íntimo. Pero la oportunidad brota del peligro. Así, Julián Carrón comparte con Hannah Arendt la idea de que los problemas “nos hacen volver al desafío de las preguntas”.  El  teólogo afirma que “una crisis es una ocasión para establecer lugares donde escucharnos”.

Apagar el silencio, ¡qué provocación! Quizás, podrían empezar con susurros, tallando un futuro posible, menos trepidante, donde cupieran todos; donde poder conocer, por fin, a todos, como a Stephen Jones y Chris Parker, los dos sin techo que atendieron a las víctimas del atentado de Manchester inmediatamente después de la explosión.

La sociedad es implacable. Por eso, cada vez resulta más difícil convencer al personal de que el esfuerzo merece la pena. La incertidumbre, decían, es el precio que pagamos por la lectura sin trabas, pero el saldo se agota en cada mentira, en cada malversación. También la multitud oculta a sus monstruos. Reino Unido, sacudido por el mal; Francia, acostumbrada al derramamiento de sangre. El mundo entero, bajo amenaza. Desde el  fatalismo occidental, nos entregamos a la seguridad de la cerca. Porque la militancia no es el resultado de la asunción de un sistema de valores, sino, precisamente, el fin de toda realidad y de toda conciencia.

* Columna publicada el 1 de junio de 2017

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