jueves, noviembre 30, 2017

Betania*



Murió y fuimos a la iglesia porque yo quería hablar con el cura. Venía, dijo, de un pueblo de Zamora y le agradaba la idea de honrar a un hombre tan cercano en paisaje. Se lo había preparado bien. A mi padre, creo, le habría gustado ese porte de castellano recio, la sabiduría sin florituras y su amabilidad, propia de los hombres de Dios cuando lo son sinceramente. Yo quería proponer una lectura del Evangelio: el capítulo 11 de Juan, a partir del versículo 17; es decir, Lázaro. El sacerdote aceptó. Vuelvo a agradecérselo ahora.

Es posible que en Roma aprecien este pasaje de una manera diferente porque trata -o, al menos, eso se ha creído siempre- de la exhibición del control divino sobre la carne y su caducidad. De hecho, hay que tener en cuenta que Lázaro no resucita, sino que sólo es revivido temporalmente para volver a morir algunos años después. Esta idea (que escandalizaba a Saramago) la comparte el Magisterio: Jesús resucita para la ‘Gloria’, no vuelve a ser un hombre más. Lázaro, sí.

Pero, más allá de la conclusión que, desde luego, impacta, yo prefiero su principio. Lo resumo: Jesús se dirige a Betania donde Lázaro ya ha muerto. Su hermana Marta oye que el Maestro está llegando a la aldea y corre hacia él. El encuentro es frío y seco, como una puñalada. Marta le espeta: “Si hubieras estado aquí, Señor, no habría muerto mi hermano”. Jesús contesta con aparente indiferencia: “Tu hermano resucitará”. La mujer se resigna y da la razón a su interlocutor. “Sé que resucitará en la resurrección del último día”. Jesús vuelve a la carga: “Yo soy la resurrección y la vida…”.

El capítulo sigue, pero en las ceremonias católicas se divide en dos partes, interrumpiendo la sucesión dramática de acontecimientos. Después de Marta, es su hermana María quien acude al encuentro de Jesús y cae a sus pies. Le dice lo mismo que le había dicho antes Marta: “Si hubieras estado aquí, Señor, no habría muerto mi hermano”. Esta vez, a la mujer la acompañan muchas personas que lloran con ella. Jesús ya nada dice y también llora al ver llorar. Cuando el mensaje no sirve, actúa y revive a Lázaro.

El milagro (o el signo) es aquí secundario. En esta lectura, uno se da cuenta de hasta qué punto se acortan las distancias. La conversación tiene lugar donde la plegaria y los dogmas ya no arraigan. Se produce una contestación, se exige algo concreto (como hizo aquella mujer sirofenicia, tan bien descrita por Marcos) y todos participan del dolor, de la indignación que trae consigo la muerte, arropando a la familia, llorando junto a ella. Es la comunidad -a menudo torpemente por falta de costumbre- la que propone el abrigo frente al silencio absoluto de Dios; el puro roce del amor y la amistad que existen y se agradece.

* Columna publicada el 19 de noviembre de 2017 en El Diario Montañés. 

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