domingo, abril 15, 2018

Inesperado*



El que avisa no es tránsfuga: este artículo contiene detalles del argumento de la película ‘Tres anuncios en las afueras’. Si usted, estimado lector, no quiere arruinar su visionado, no siga leyendo. Hace unos días, nos quejábamos desde estas mismas páginas del limitado recorrido argumental de la reciente triunfadora en la gala de los Oscar: a nuestro juicio, la caricaturización de las identidades y su escasa capacidad para el relato condenaban a ‘La forma del agua’, de Guillermo del Toro, a padecer aquello tan autóctono del “mucho de Boo y poco de Guarnizo”.

Temíamos, claro, el arraigo de la tendencia callejera y superficial que pretende enterrar las relaciones personales. La actual insuficiencia del arte para darle vuelo a la realidad anunciaba malos tiempos para la fantasía. También era esa la apariencia de la valiente producción de Martin McDonagh: apenas un nuevo alegato anti-Trump sobre la ‘América profunda’.

Y es que deberíamos habernos dado cuenta mucho antes del equívoco. Una de sus primeras escenas presagia sutilmente el camino de la película hacia lo hondo. En un pueblo de Missouri, la protagonista, Mildred Hayes (interpretada por la gran Frances McDormand), entra en la oficina de Red Welby (Caleb Landry Jones) con la intención de alquilar tres vallas publicitarias para denunciar la pasividad policial tras la violación y asesinato de su hija adolescente. Welby está relajado, leyendo un libro de Flannery O'Connor. No puede ser casual. La autora estadounidense, una de las más características representantes de la literatura sureña durante el siglo pasado, no renunciaba a plasmar los aspectos más perturbadores de su época. Un lector escandalizado reprochó a O'Connor su querencia por la brutalidad. Ella le respondió: “el escritor católico tiene que mostrar la intervención de la Gracia en un territorio que es propio del diablo”.

La Gracia, dicen, es la acción divina sobre la naturaleza para superar los estrechos límites del mal y de la muerte. Su irrupción a través de un elemento catalizador es el corazón, por ejemplo, del cristianismo: individuos que, tras un episodio de ruptura -en este caso, la Pasión de Cristo-, cambian su destino, interrumpiendo el normal desarrollo de su carácter.

En la película, el catalizador es Bill Willoughby (Woody Harrelson), cuya decisión -no entraremos en detalles- transforma su entorno a través de la palabra. Todo lo aprendido hasta entonces desaparece en el fino desvelamiento de la verdadera misión.

A partir de ese momento, el símbolo se adueña de la pantalla: el otrora miserable Jason Dixon (Sam Rockwell), escapando de las llamas del infierno; la placa de policía devuelta ante la cobardía del poder políticamente correcto; el zumo de naranja ofrecido desde el perdón y el encuentro final de dos personalidades irreconciliables en busca de la justicia que se les ha negado. La enseñanza, en definitiva, de la vida como cambio y recorrido, como sorpresa y valor. Y, cuidado, también como violencia inevitablemente asumida. Aquí falta Dios.

* Columna publicada el 23 de marzo de 2018 en El Diario Montañés

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