viernes, noviembre 23, 2018

Utopía en Alsasua*



Resulta sorprendente, y a la vez perturbador, comprobar cómo las experiencias políticas fallidas y el escandaloso número de muertos no han privado a la utopía de su funcionalidad y prestigio en este aún púber siglo XXI. Muchos opinan, a este respecto, que la querencia utópica siempre ha formado parte de la naturaleza del ser humano, incapaz de conformarse con los límites y decepciones de la vida. El individuo, simplemente, no puede dejar de proyectar una respuesta más limpia y justa a la mediocridad del mundo.

Quizás, precisamente por ese ir en contra del caos que parece traer consigo la obsesión por el crecimiento económico descocado -sueldos precarios, inseguridad familiar, falta de asideros espirituales-, la sociedad mantiene bien sujetas las ideas antiguas, es decir, el romanticismo de la placidez rural, aquella estampa de vecinos que se conocen y se tratan en pequeños ámbitos no contaminados.

La contaminación es importante para comprender la utopía. Las fantasías de la política-ficción pasan, en general, por el rescate del municipio (cuanto más pequeño, mejor) como espacio que compartir frente a la maquinaria del estado y las grandes fábricas. El gusto, en definitiva, por las costumbres de perfil bajo al más puro estilo Hobbiton.

Para alcanzar el territorio de la utopía es necesaria, por supuesto, una ruptura. Todas las grandes propuestas de organización social requieren, al parecer, violencia y piedras que vuelen, beligerantes, en una misma dirección. Al otro lado, sin embargo, suelen estar quienes, hasta fechas recientes, han sido conciudadanos, previa y convenientemente deshumanizados. La reacción -o la revolución que, en este caso, viene a ser lo mismo- no escatima en armas ni en cadalsos.

El programa máximo se resume, por tanto, en la primera persona del plural; en un “nosotros” depurado de elementos provocadores. En la historia tenemos ejemplos a puñados. No citaré ninguno por aquello de no banalizar. La reacción revolucionaria (o la revolución reaccionaria) dirige su rabia contra la ciudadanía, concepto incompatible con la parálisis ideológica. Esa parálisis incuba orgullosos monstruos, como tuvieron ocasión de comprobar los organizadores del acto de España Ciudadana en Alsasua. Los Savater y compañía fueron recibidos con insultos, piedras y campanas parroquiales, en un talante medieval muy de leyenda negra (en esta coyuntura, antiespañola). Las imágenes despertaron, una vez más, la envidia de los militantes de la izquierda transformadora en el resto del país, que ven en Alsasua la pequeña e ideal localidad utópica, libre de contaminación “estatal”, donde se cumplen sus sueños más inconfesables de limpieza y mando.

Desde luego, estas preferencias patológicas se parecen mucho a las de cualquier genocida con pedigrí. Pero eso ellos ya lo saben y no les importa en absoluto. ¿Sobrevivirá la ciudadanía a los envites de estos viejos totalitarismos que pretenden ignorarse gracias a la proliferación de la incultura? La cosa está difícil porque el ciudadano es siempre un extraño y, en realidad, el poder político prefiere a los lugareños.

* Columna publicada el 14 de Noviembre de 2018 en El Diario Montañés

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