lunes, marzo 18, 2019

Catequesis*



Como españolito nacido después del Vaticano II, mi catolicismo fue siempre el de los colegas. Un clásico en aquella catequesis del ‘aggiornamento’: más que definirse a Jesucristo como un exigente ‘Dios-con-nosotros’ -legitimado para juzgar a vivos y muertos-, se nos presentaba como un amigo íntimo, coach del pensamiento positivo. El cambio pareció infalible. A la figura crucificada y oscura del nacionalcatolicismo, se le había aclarado el perfil para que fuese funcional también en la todavía joven democracia ibérica.

El dogma, desde luego, fue desactivado; al menos en su primera aproximación. La jerarquía decidió que el mantenimiento de la parte más superficial de la revelación cristiana sería suficiente para conservar su autoridad en Europa. Se trataba, en definitiva, de atraer a la feligresía con un repertorio de amor y compasión, muy ajustado a ciertas representaciones evangélicas. Lo del “rechinar de dientes”, debieron de pensar, quizás más adelante.

Pero, ni con esas. El vaciamiento del credo tradicional de la Iglesia, unido a la cada vez más acusada contradicción entre el mensaje supuestamente fraternal del Nazareno y el boato censor de Roma, deshicieron poco a poco los vínculos de la institución con la sociedad occidental, entregándose el estandarte a los movimientos carismáticos de mucha guitarra y dudosa reputación.

Hoy, la Iglesia católica ha claudicado en su compromiso de mantener cierta operatividad moral en el debate público. Las opiniones doctrinales se desprecian de antemano, rápidamente tachadas de inquisidoras y reaccionarias. Por no mencionar las terribles consecuencias de los abusos cometidos durante decenios, aquí y allá, por demasiados clérigos sin escrúpulos. Este tsunami mediático amenaza con tragarse el tinglado.

Siendo muy optimistas, quizás el papel que cumple actualmente la Iglesia sea el de mera advertencia: a saber, cualquier poder que pretenda ser absoluto, dominador de almas y de cuerpos, se ha demostrado capaz de derrumbarse en poco tiempo y convertirse en una parodia de ruina y sordidez. Debería aprenderse la lección, sobre todo si se asume que el dogmatismo y la censura son elementos que trascienden el ámbito espiritual y buscan su implantación bajo cualquier mando.

Las sociedades más laicas se ordenan ahora en la credibilidad de determinadas ideas que brotan de la interpretación exclusivamente política del mundo. Las posibilidades del arte, del pensamiento libre y de la comprensión personal de la realidad claudican ante la implacable ofensiva de los comisarios ideológicos. Parecen superados los años de la provocación, de ese forzar al ciudadano con obras epatantes que buscan despertar su sentido crítico. Nada puede ya ofrecerse desde la ambigüedad o la contradicción; ni siquiera desde la sugestión. Esto sería tanto como admitir, al decir de aquellos teutones genocidas, el “arte degenerado”. Las series, el cine -esas películas premiadas que podrían proyectarse en clase de religión- y las redes compensan los avances técnicos con propuestas cada vez más embridadas a discursos correctísimos, incapaces de estimular nada sino la mera autocomplacencia. Ya saben, como en misa.

* Columna publicada el 6 de Marzo de 2019 en El Diario Montañés

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