lunes, noviembre 25, 2019

Bárbaros*



Hace un par de días, en plena resaca electoral -la más habitual, últimamente, de todas las resacas españolas-, evocábamos aquí una escena de ‘Las invasiones bárbaras’, película de 2003, dirigida por Denys Arcand. Esta obra, densa y lúcida, aparece hoy como un producto profético sobre el derrumbe de todas las certezas en el nuevo siglo; con mucha mayor intensidad, si cabe, que en el año de su estreno, con una guerra inminente en Irak y Occidente todavía grogui por el 11S.

La cinta de Arcand explora la quiebra de las posibilidades de transmisión entre generaciones, al tiempo que destaca la fragilidad de lo real después de la caída del Muro de Berlín. El asunto no admite discusión: la distancia de creencias y expectativas entre nuestros padres y abuelos es mucho menor que la existente entre nosotros y nuestros padres. Puede sonar a intuición que se fuerza para que encaje en un artículo, pero esa distancia explica, quizás, la entrega de la sociedad contemporánea a la duda y al exceso.

‘Las invasiones bárbaras’ trata de muchas cosas, pero, sobre todo, de la sensación de fracaso, de la inanidad actual de aquellos que pretendieron un cambio en la forma de vivir y relacionarse, a partir de los años sesenta del siglo pasado, y que alcanzaron una madurez empachada de comodidades materiales. En resumen, la conclusión de biografías sin contenido.

Su argumento es sencillo: Rémy -uno de los personajes a los que ya se aproximó Arcand en la obra precedente, ‘El declive del imperio americano’- es un profesor universitario progresista y sexualmente desbocado que se muere de cáncer en un hospital canadiense. Su hijo Sébastien, ejecutivo de una multinacional en Londres, se reúne con él para acompañarlo en sus últimos días. La película refleja el abismo entre ambos; Sébastien acusa a su padre de destruir la felicidad familiar por sus querencias libidinosas y se enorgullece por haber sido capaz de construir una vida al margen de los valores paternos. Rémy, por su parte, desprecia a ese “muchachito” que gana mucho dinero pero que “no ha leído un libro en su vida”.

Habría mucho que decir sobre esta película; por ejemplo, sobre la forma despiadada y ajena a cualquier límite moral en la que Sébastien proporciona comodidad a su padre en sus días finales, o de la reconciliación entre ambos tras mucho tiempo de separación. Sin embargo, el debate queda abierto para los espectadores que podemos hacernos una idea de esa ajenidad que nace de haber alcanzado la edad adulta en la época de los saberes digitales y la actualidad desaforada. Y, por supuesto, sin ningún dios o base ontológica en el petate. Los libros que reposan en las estanterías, aquellos volúmenes de Heleno Saña, Lukács o Hauser, como los de Rémy en Canadá, nos parecen instrumentos anticuados y polvorientos que, quizás precisamente por eso, son tan necesarios. ¿Pero cómo hincarles hoy el diente?

* Columna publicada el 13 de Noviembre de 2019 en El Diario Montañés

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