"Las cárceles se arrastran por la humedad del mundo,van por la tenebrosa vía de los juzgados:buscan a un hombre, buscan a un pueblo, lo persiguen,lo absorben, se lo tragan". Miguel Hernández.- Aún cuando los demás tratan de sacar provecho de nuestras situaciones (para bien o para mal), el resultado es netamente individual. Así, por ejemplo, la Primera Comunión, que no deja de ser una celebración familiar sin más historia pero que es el niño o la niña quien “sufre” o “recibe” las consecuencias. Cada vez que interpretamos el papel de feliz comunidad (ya sea simplemente vecinal o de parentesco, incluso política) no hacemos sino perpetuar la condición de parásitos de un individuo. Éste, principal protagonista de su historia, cede parte de su actividad en favorecer la dicha de un grupo de personas. La intervención del “grupo” como cuerpo aglutinador de diferentes ceremonias es la que da sentido a muchas de ellas. De lo contrario, el aburrimiento sería inaguantable, por otra parte.
Pero diciendo esto como introducción; o sea, el espíritu de verbena que dejamos ver en nuestro quehacer cotidiano (bodas, bautizos, cumpleaños, funerales, etc), y que hasta es gracioso y muchas veces agradecido (¿quién no se ha aburrido en una boda?), no podemos dejar de atender al otro rasgo social que nos define y nos condena también al morbo y a lo desagradable: nuestra vida tiene un episodio imposible de pasar sin la intervención de los “otros”: La muerte. Un funeral no deja de ser, en teoría, un homenaje, un recordatorio en el que deja ver toda una vida de amistades y negocios sociales. Incluso en EEUU, los actos fúnebres no terminan en la inhumación sino que se alargan hasta el hogar de fallecido donde se dan rienda suelta a las narraciones de anécdotas y experiencias compartidas, ante una bandeja de canapés o una botella de Ron. Por lo tanto pensar en la incipiente descomposición del cadáver y en la “fiesta” que al mismo tiempo tiene lugar en el hogar del fallecido provoca, cuanto menos, un escalofrío.
Pero no era éste el propósito de mi texto. Yo quería hablar del utilitarismo que en nuestra sociedad, como en otras (casi en todas) es característico. Nuestra vida cotidiana, los episodios fundamentales que nos hacen sufrir o disfrutar están a merced del gran ojo del coro social, que muchas veces es de agradecer, pero otras toca los cojones.
Espero no ser tratado de demagogo si, enlazando con esto, hablo del edificio capital en cuanto a intervención social se refiere: la cárcel. La cárcel personifica como ninguna otra cosa la hipócrita búsqueda de control del individuo y de prevención general de la masa ciudadana. Así, pretender encerrar a un tipo durante 40 años para que pague un asesinato, por ejemplo, no es sino contabilizar, calcular una pena “a ojo” sin atender a la verdadera tragedia de los familiares de las víctimas. Me explico. Si un asesino paga con la privación de libertad en un edificio oficial, esto no es justicia sino un remedio barato, políticamente correcto que no busca sino provocar el sufrimiento en el condenado como “ejemplo” para otros delincuentes potenciales. ¿En qué beneficia a un preso perder la libertad de movimientos, la independencia? En nada. Todo forma parte de lo que nos han enseñado: que nuestros actos, al tener relevancia social, están a merced de los otros; que nuestra vida, en definitiva, no nos pertenece, sino que, puestos en lo peor, somos poco más que carne para ser usados, para que se especule con nuestra vida. No tiene sentido, desde un punto de vista teórico (desde el mío, al menos) un sistema de justicia general que busque la eliminación positiva del individuo en su esencia.
(Apunte: El único deber que tiene el preso es tratar de escapar. Lo más pronto posible, sin demora y sin daños).