El local, atestado, era un rugido permanente. Las mesas ocupadas y la gente esperando su turno para sentarse. El humo y el ruido de cristal de botella chocando contra los vasos. Las mujeres sonrientes, los muchachos, a su modo, felices de encontrar ese cómodo lugar de vino y comida en abundancia. El sudor de un calor confortable.
Y, en un momento, al subir las escaleras hacia los servicios, dos hombres, pitillo en la boca, las manos en los bolsillos, miraban al suelo con nerviosismo. Casi susurrándose, pero alcancé a escucharlo:
- Podrías empezar por dejar de acostarte con mi mujer.
El puñetazo, que me parecía inevitable, nunca llegó. Incluso me pareció que uno de los dos se reía, con una de esas risas que mueren en un leve golpe de tos.
Regresé a mi mesa tras cumplir con la naturaleza. Observé que los dos hombres compartían, con un grupo amplio, jarras de cerveza. No intuí gestos de enfado.
Luego ella me susurró algo relacionado con el mar, un barco de vela y su casa de la playa. Y ya no presté atención a aquellos dos.
Hoy he vuelto a pensar en ello cuando me he despertado y el desayuno no estaba listo y las sábanas seguían limpias.
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