viernes, septiembre 12, 2008

Escoge

Isaac se quitó las gafas y me miró fijamente.

- Las cosas están claras -dijo-. Si no te marchas, te mueres.

Asentí, pero dibujé una sonrisa burlona. Isaac no compartía mi buen humor.

- ¿No entiendes lo que te he dicho? Tus pulmones están muy dañados. El aire de la ciudad ya no te va bien. No tienes quince años. Coge a Clara y marchaos a la playa.

A mis sesenta años, no recordaba haber estado enfermo ni un solo día. Una vida marcada por el tabaco no augura un final feliz.

- De acuerdo- dije. Isaac me conocía desde niños. Sabía de mi absoluta falta de fuerza de voluntad. Salí de la consulta.

Clara, de veinticinco años, mi secretaria (y amante ocasional) no lo dudó:

- Si Isaac te dice que nos vayamos, nos vamos.

Y fin del asunto. Dos días después, Clara conducía (conmigo de copiloto) rumbo a la costa. Mi editor se había portado muy comprensivamente. Me dejó las llaves de su casita a pie de playa.

Los días transcurrían apaciblemente. No echaba de menos el tabaco. Aún no. Nuestra rutina era sencilla. Solíamos levantarnos a las seis y media. Preparábamos unos sándwiches y los metíamos en una cesta muy cursi que Clara se había traído de la ciudad. Nuestro aspecto no podía ser más elocuente. Yo, camisa de flores, bañador y sandalias. Cubría mi cabeza con un pomposo sombrero blanco. Clara, sin embargo, mostraba su discreción llevando un sencillo vestido de verano. Pasábamos el día en la playa, y luego cenábamos con un buen vino en alguna de las terrazas del pueblo. No se podía pedir más.

Una mañana, estaba yo bañándome en la mar solitaria de primera hora. Clara decidió no acompañarme. Se quedó en la orilla tomando fotografías del amanecer. Me sentía bien. De vez en cuando, Clara me saludaba, y yo contestaba a su saludo. Me sumergía, buceaba un rato y volvía a emerger. Hacía la plancha, nadaba unos metros. Clara estaba concentrada en hacer una foto a un grupo de gaviotas que se había posado sobre las rocas. Yo la dejaba hacer. Pasar la vida junto a un viejo no era lo más divertido que podía ocurrírseme. Volví a sumergirme.

Cuando asomé la cabeza, vi a Clara rodeada de tres chavales. Estaban lejos, y no podía saber qué le decían. Pero por los gestos de ella deduje que nada agradable. De pronto, uno de ellos la abrazó por detrás. Ella se zafó. Otro le tocó el trasero. Ella le soltó una bofetada. Se marcharon riendo. Yo esperé un rato y salí del agua.

Llegué donde estaba Clara. Ella me miró con ojos furiosos.

- ¿Estabas esperando a que me violaran para intervenir?

- ¿No crees que exageras?


- Vete a la mierda.

Volvimos a casa sin dirigirnos la palabra. Clara entró directamente en el baño. Oí cómo abría el grifo de la ducha.

En dos semanas teníamos que estar en Estambul para la presentación de mi novela. Mi editor estaba entusiasmado con la idea de abrir el mercado a Oriente. A mí me traía sin cuidado, pero yo no soy un escritor bohemio y alocado. Soy un profesional y obedezco.

Clara tardó diez minutos. Salió del baño totalmente desnuda y con la toalla en la mano.

Yo, por decir algo, le digo:

- Ten cuidado. ¡Qué van a decir los ayatolás cuando estemos en Turquía si ven tu gusto por la desnudez!

- Que se jodan y, además, no hay ayatolás en Turquía.

- ¿Ah, no?, ¿Y qué hay?

- No lo sé. Pero ayatolás, no.

Seguía enfadada. Traté de disculparme por mi falta de caballerosidad. No haberla defendido era imperdonable, pero, sinceramente, no veía que fuese necesario. Eran unos mocosos inofensivos.

Clara volvió a mandarme a la mierda. Se puso los vaqueros y una camiseta de tirantes. Se sentó a leer. No uno de mis libros. Literatura de verdad, como decía ella.

Aquella noche habíamos quedado con Manuel Costa, el pintor, que vivía también en el pueblo. Había reservado en el Costa de oro. Un sitio de moda. Pero se acercaba la hora y no veía a Clara animada.

De pronto me miró y gritó:

- ¡Qué tarde es!

Y corrió hacia el dormitorio.

Salió con dos vestidos. Uno verde y otro azul.

- Escoge-, dijo.

- No lo sé. Estás muy guapa con los dos.

- Corta el rollo y escoge.

- El verde.


La noche se presentaba bien. Clara volvía a hablarme, y Manuel era un tipo estupendo. Vino acompañado de su encantadora esposa Jane, norteamericana, pero que hablaba nuestro idioma perfectamente. Fue una velada marcada por el tema de conversación de moda aquellos días: la posibilidad de una guerra en Europa. Dos botellas de vino más tarde, estábamos sentados en una terraza, viendo a los jóvenes pasar, rumbo a la discoteca. Alguien soltó un “¡quién tuviera dieciocho años!” y todos asentimos sinceramente.

Clara y yo nos volvimos a casa a eso de las tres de la mañana. Había sido un día largo.

- Estabas espectacular con tu vestido-, le digo- Manuel se moría de envidia al verme con un monumento como tú.

- Sí, claro.

Al menos se reía. Yo estaba algo achispado.

- ¿Cuándo vas a casarte conmigo, Clara?

Volvió a reír.

- ¿Casarme yo contigo? No, guapo, no seré “la viuda del escritor”.

Clara se descalzó y bailó muy animadamente, tarareando una canción de moda.

La besé. Luego en casa me entró la tos.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Solo puedo decir que me gusta y mucho.
Gracias.
"Calima"