viernes, noviembre 20, 2009

Sangres Comparadas


Hace un par de días, emitieron un documental en la dos de Televisión Española, en el que un leopardo hembra, tras dar caza a un babuino, descubría abrazado a la espalda de éste a su pequeña cría casi recién nacida. Tras unos momentos de duda, el leopardo se acercó a la cría y la tomó bajo su protección. La puso a salvo de las hienas que habían acudido al lugar por el olor de la sangre (protegió a la cría y no a su presa recién muerta) y la subió a un árbol para pasar la noche. El frío acabó con la cría antes del amanecer.
Tras ver hace unos días “Crepúsculo”, la película basada en la novela de Stephenie Meyer, me ha dado por reflexionar sobre el vampiro como símbolo, como personaje de ficción que, sin embargo, es capaz de ofrecer por sí mismo, una lectura que trasciende su propia realidad novelesca o cinematográfica. A saber, tras pensar sobre ello he llegado a la conclusión de que no caben más que dos enfoques “defendibles” a la hora de abordar al vampiro: Una sería su presentación como mero depredador, un ser monstruoso que, muerta su humanidad, caza sin el menor atisbo de piedad o duda a los hombres. Un ejemplo interesante sería el de la película “30 días de oscuridad”, basada en el comic de Steve Niles y Ben Templesmith. Es decir, el vampiro como monstruo.
La otra fórmula supondría dotar a ese monstruo de un reflejo humano, una regresión que le devolviera su vieja condición de hombre. Un reflejo que le hiciera caer en contradicciones, luchas internas, etc. Así, Drácula.
Dejo fuera de los vampiros defendibles a los personajes de las novelas de Anne Rice (“Entrevista con el vampiro”, “Lestat el vampiro”) o la serie “Buffy cazavampiros”. A los primeros porque, si bien aportan argumentos interesantes como la incapacidad del vampiro para acomodarse a su inmortalidad, me parece que llegan a lo frívolo con ese “glamour endogámico” que presentan. No parece que se oponga al vampiro una contradicción, un dilema, más que su hastío por seguir viviendo sin final (no es poco, pero no es suficiente). En el caso de Buffy… No tienen ningún interés más que servir de saco para las palizas de Sarah Michelle Gellar.
De esta forma, “Drácula” o la más reciente “Déjame entrar” son obras que llegan hasta el núcleo de la maldición del vampiro: su incapacidad para responder a la pregunta: ¿Puedo amar? En ambas propuestas queda claro lo siguiente: se presenta a los vampiros como depredadores sanguinarios que, por un encuentro casual, vuelven a establecer contacto íntimo con un ser humano (en el caso de “Déjame entrar” es más complicado, puesto que su protagonista vive con un hombre que la abastece de “alimento”, pero su relación con el chico va más allá). Ese encuentro abre las puertas a un amor impracticable, inútil. Se muestra la imposibilidad del vampiro para amar, por cuanto para él, amar es matar; se establece un dilema entre besar y morder, dar la inmortalidad (dar muerte, en el fondo) o respetar la vida del amado o amada y dejar que muera, significando la separación definitiva (en la película sueca, esto no se expone). El vampiro que ama, en estas obras, es un VAMPIRO. No es, como en “Crepúsculo”, un vampiro renegado, un “vegetariano”, alguien que se esfuerza por ser “normal”; un vampiro al que se le han cerrado las puertas de su especificidad y se lo ha convertido en un adolescente un poco pálido que se niega a sí mismo. Drácula y la pequeña Eli tienen clara su identidad; clara su apuesta gastronómica, su realidad nocturna y marginal (¡en las obras de Meyer, los vampiros no mueren por la luz del sol y van al instituto!). El amor entre Oskar y Eli en “Déjame entrar” es el amor entre dos “bichos raros”, alegres por encontrar en sus diferencias, un conato de equivalencia. También lo intentan en “Crepúsculo”, pero ese flirteo se queda en un “¿Me tienes miedo? Sabes que podría matarte”, muy chulesco. En la obra de Meyer (al menos en la película) se valora la auto-represión del vampiro, su auto-rechazo de la forma más hiriente.
La honestidad se refleja en la verdad del encuentro entre dos “diferentes” para los que se abre un periodo de acercamiento que habrá de ser necesariamente difícil, contradictorio, sin un final feliz. Como el leopardo con el “bebé” babuino: un acontecimiento de amor estéril.

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