viernes, junio 13, 2014

La marginalidad





Intuición primaveral: no existen ideologías, sistemas de creencia o identidades que no habiten en la marginalidad. Podemos darle las vueltas que queramos, concluir que la vida nos exige síntesis, decisión, frente al tedio materialista en el que penetramos a diario como en un laberinto. Ya sea revelación, folclore o análisis, vestir la ortodoxia es siempre ruptura. “No he venido a traer paz, sino espada. Sí, he venido a enfrentar al hombre con su padre, a la hija con su madre, a la nuera con su suegra; y enemigos de cada cual serán los que conviven con él”. Pocas veces una frase resume tan bien el fin del mundo. 

Los ciudadanos de España han perdido la confianza sucesivamente en la Iglesia católica y en la socialdemocracia, dos instrumentos que favorecen la digestión de la doctrina. Ambos rechazaron lo ‘gordo’: entregarse al Reino de Dios y a la Revolución, moldeando su credo con el barro de la cotidianidad. Si Cristo se presentó con un mensaje apocalíptico, el clero optó por convertirlo en asunto doméstico, adaptado a todos los ámbitos de la vida y a todas las generaciones. Él, que rechazaba las cadenas familiares, se vio convertido en inspiración de la Concapa. 

La socialdemocracia, por su parte, prefirió siempre la reforma a la ruptura; el bar de la esquina a la lucha de clases; la liga de fútbol al marxismo. Esto parece una crítica. No lo es, al contrario. Con la desaparición de la normalidad social, que implica la misa y la beca de estudios, llegan los monstruos de verdad, los mensajes sin contradicción. No es sólo Pablo Iglesias, que devuelve militancia a la actualidad gris y burocrática. Sucede también con las ideologías xenófobas, los fundamentalismos religiosos o tribales y las cadenas humanas independentistas. ¿Soy injusto? Quizás, como habitante de una región en el que cualquier nacionalismo parece impostado, de ambiente burgués y trato indiferente, este tipo de exageraciones me suena a locura. Resulta complicado encontrarme con gente que declare su devoción por San Antonio, su convencimiento comunista o su sentimiento nacional o regional. Definitivamente, no los conozco. De ahí mi sorpresa cuando me conecto a las redes sociales o leo artículos de los convencidos. Siento rechazo y admiración al mismo tiempo. Realmente, me gustaría tenerlo tan claro, obviar los argumentos en contra y confiar en el sacrificio del presente (y de los presentes) en aras de un luminoso amanecer. 

Nuestro susto actual es, por lo tanto, comprensible. Han vuelto las banderas, las ideologías de respuesta, las pancartas. Ese discurso seductor de “las libertades y el estado de derecho”, antaño tan útil, se recibe con incredulidad y desprecio. “¿Eso cómo se come?”, preguntan hoy los nuevos soldados. Alzo la mirada (no me comparo) y veo a Sándor Márai, Stefan Zweig o Jean Améry (Hans Mayer) reclamando espacio para su humanismo en la terrible época totalitaria que les tocó vivir. Lo difícil es sostener lo cotidiano, aspirar a una sociedad de hombres libres, sin que cualquier iluminado pretenda tener una respuesta para ti. El equilibrio, vaya.

El modelo español resulta fallido porque se ha basado siempre en las respuestas sistemáticas desde arriba. Una persona a la que admiro me dijo ayer: “en este país creemos que los problemas los crean o los resuelven las instituciones, no las personas”. Exactamente eso. Mientras consideremos que la sociedad necesita una respuesta, una revolución que ponga fin a los excesos, siempre se ofrecerán voluntarios a dirigir la operación, a mezclar verdad y mentira en un programa aprobado sin crítica o prudencia. Voluntarios que llegarán de todas partes, abandonando temporalmente (esperemos) los bosques de su marginalidad para convencernos de nuestros mortales pecados. El exceso de principios, tan peligroso, o más, que su ausencia.  

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