jueves, junio 12, 2014

La gente





Intentaré relatarlo de la manera más desapasionada posible: aquel lunes, Aitana Sánchez-Gijón posó delicadamente su mano sobre mi hombro, mientras cientos de banderas tricolores ondeaban al atardecer en la madrileña Puerta del Sol y la multitud gritaba vivas a la república. Una escena que combinaba belleza y sueños adolescentes. Como un escaparate, el diseño no se improvisa, y la exposición no es absolutamente fiel a los hechos. La actriz sólo me apartaba para poder pasar, la asistencia no significó militancia. Lo explicaré desde el principio, aunque sea decepcionante. 

Viví la abdicación del rey Juan Carlos como el pastor Tomas Ericsson (Gunnar Björnstrand) experimentó la angustia de ‘Los comulgantes’, de Bergman: resfriado. Desde el mismo calvario que el atormentado hombre de Dios, no paraba de toser y sonarme mientras el drama sucesorio se representaba ante mis ojos enrojecidos. Estaba en Madrid, en plena semana ‘post Pablo Iglesias’, durmiendo en el sofá de unos amigos, cuando me llegó un mensaje de advertencia: “En hora y media abdica el rey”. Me dolía la garganta y el Borbón anunciaba su mutis. 

Por la tarde, ya alojado en un hostal de la Gran Vía, peleaba contra la fiebre con el sonido de la televisión al fondo. Los comunicadores, epatados por la noticia, exageraban, orgullosos, como suele decirse, de participar en una jornada histórica. Yo tiritaba bajo las sábanas. La capital en junio es un horno y los frutos de la automedicación eran discretos todavía. En ese contexto llegó la república. 

Pronto, a través de las redes sociales, comenzó a hablarse de manifestaciones y de un referéndum. Había llegado la hora, decían, de cambiar de rumbo. Para alguien que asiste con perplejidad al hundimiento político de su país, al diagnóstico diario de enfermedades terminales que agreden lo institucional, económico y moral, la discusión era una promesa de concreción: algo que se decide, que se hace. 

Me sentía mejor y no quise perderme la protesta de Sol. Fui con una amiga. Bajamos por Montera hacia su desembocadura. Era imposible avanzar dos pasos. Los pisotones y los codazos se recibían con alegría. Todo el mundo demostraba su buen humor. El corresponsal del diario Gara en Madrid pasó a mi lado con una sonrisa bobalicona. La gente pedía abrazos. ¿La gente? Sí, era gente. 
 
Yo necesitaba más medicinas. Penetramos en una farmacia en la misma plaza. El aire acondicionado y el silencio nos sentaron bien. Al salir, optamos por alejarnos poco a poco de la multitud y buscar una terraza. 

El problema, sin duda, es mío. No me siento del todo bien entre pancartas. Me acompaña siempre la sensación de estar colándome en una fiesta. Incluso, bajo circunstancias proclives a mi forma de ver el mundo, encuentro motivos para no comulgar. En el enésimo dilema de identidad al que se enfrenta el país, tengo opinión, pero temo que no sea suficiente. Quiero decir que estoy a favor del referéndum, pero me gustaría estarlo más radicalmente y defender un discurso vehemente y sin dobleces. Aquí eso no es posible, porque, pese a su bella factura, la película es una ficción. A un lado, están los republicanos, convencidos de su justa idea, defensores de una profundidad democrática que alcance todos los rincones del sistema. Al otro, los que se dicen monárquicos, guardianes de, quizás, la última tradición que sostiene a España. Ambos fracasan. En ninguna parte del mundo, la corona ha sido condición de democracia, sino consecuencia coyuntural (a favor o en contra) de ésta. Por eso, algunos países democráticos, como Suecia, Holanda o el Reino Unido son monarquías, mientras que otros -Francia, Estados Unidos o Alemania- mantienen una identidad republicana. Se trata de una cuestión histórica, simbólica, sin reflejo real en ningún tipo de potestad. 

Sin embargo, este argumento tranquilizador no tranquiliza a nadie en España y, por supuesto, no resulta útil a la campaña monárquica. Los grandes medios gastan energías en alabanzas diarias a los reyes saliente y entrante. Es en vano. Lo que se refleja es el intento de mantener a salvo los intereses creados, la ideología frívola y vulgar en la que ha acabado convirtiéndose el régimen de la Transición. Minado por la corrupción e incapaz de solucionar los problemas del país, el discurso del poder carece de cualquier virtud seductora. 

En el lado tricolor, los problemas son otros: el ventajismo, la demagogia de creer que un cambio de sistema traería consigo una regeneración profunda del país y la nostalgia. La memoria envuelve todas las reclamaciones en un confuso cóctel de independentistas, comunistas, anarquistas y demás enamorados de 1931. Aquéllos que, durante los cinco años que duró la II República, se esforzaron en sustituirla por otra cosa (el estado soviético, la Cataluña Libre o la comuna) se presentan hoy como los principales valedores del cambio. 

Pero, ¿y la gente? ¿Tiene algo que decir? Más allá del referéndum (insisto, que se haga), están los españoles a los que este asunto no les importa nada. No es novedad. El habitante de la piel de toro siente, sobre todo, indiferencia hacia la política, a la que observa desde una distancia prudente, como el buitre que quiere estar seguro de la expiración. Aquí, imagino que como en todas partes, importa el bolsillo, llegar a fin de mes. No es poca cosa. La impresión es que el orden institucional de España y las encendidas discusiones sobre los valores, los privilegios de la Iglesia, la igualdad del matrimonio homosexual o el aborto, se contemplan desde una actitud distante y cínica, como si la modernidad o la política fueran un capítulo reservado a élites a las que poder injuriar con un vino en la mano.  

Por ese motivo, la victoria se decide entre minorías. La mecha la encienden pocas manos, aunque parezcan numerosas. Como siempre sucede, la respuesta es la libertad, la transparencia. Que los grupos aparentemente más radicales dicten los movimientos del país sólo puede evitarse desde una comprensión plural de sus problemas. Nuestro ya legendario atraso se concreta en las ortodoxias que se reparten el discurso. Quizás va siendo hora de poner nombre a esta tierra, aunque eso suponga su adiós.    

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