viernes, febrero 12, 2016

Samsa*



Últimamente, le cuesta conciliar el sueño, no sé si a ustedes les pasa lo mismo. Quizás, se debe a la extrañeza de este clima enloquecido, al violento temporal de febrero o a las reuniones en la Carrera de San Jerónimo. El caso es que cae la noche y, de pronto, aparecen los fantasmas. Duerme poco y mal. El suyo es un sueño intranquilo, del que se despierta cada mañana convertido en Celia Villalobos o en Juan Carlos Monedero. No se da cuenta enseguida, aún tarda unos segundos en ordenar las ideas y en despegar el ojo. Pero, al encender la luz, se ve pequeño y pizpireto, o docente y con gafas. Se le llena la boca de lirismo revolucionario y de loas a “la gente” o se pone en jarras y habla de las rastas y de los piojos.

Lo lleva muy mal; su familia no lo entiende. Durante estos episodios, sus amigos prefieren no entrar en el dormitorio. Desde el otro lado de la puerta, le preguntan: “¿estás mejor?”. Y él les dice que sí, pero que “me ofende que digan que mi partido es corrupto, porque es un fiel reflejo de nuestra sociedad”, y que la corrupción “a quienes más nos jode es a nosotros, a los del Partido Popular”. Luego, grita: “¡vamos, Manolo!”. Ellos no dan crédito; muchos bajan la cabeza, otros se marchan dando un portazo. Y él se queda solo.

Cuando despierta como Monedero, el panorama es inquietante. Lo primero que hace es cubrirlo todo con retratos de Antonio Gramsci. Los amigos tratan de esquivar sus indignadas acometidas. Alguno le aconseja bajar la guardia, despejarse de tanta batalla política, pero él contesta con tono pausado: “Chávez era un tipo que desde el primer momento demostró que no iba a dejarse comprar”. Y los llama “casta y cómplices de la trama ‘pepera’”. No se enorgullece de ello.



Muchas veces, desearía negarlo todo; aclararse las mechas, quitarse las camisetas del Ejército Zapatista y salir a la calle. Quiere convencer al personal de que sigue siendo el mismo de siempre, pero ¿cómo hacerlo? Cada noche, aunque trate de pensar sin afiliarse, se produce la temida transformación. Es en vano reivindicar su independencia. Los otros, como los amigos de Job en el relato bíblico, se esfuerzan por exponerle sus pecados ideológicos. Son ellos quienes vierten tinte sobre su cabello, los que empapelan su pared con fotos del Subcomandante Marcos, oculto bajo el pasamontañas. Ellos manipulan su lengua y colocan un hueso de cerdo en su mano enjoyada.

Él no se engaña. Sabe que no es cierto. Nunca se levanta con otro rostro, con otra identidad. Se mira al espejo y nada ha cambiado. Pero cada frase, cada análisis, se convierte en carne de cañón. En su país, creen que abandonar una trinchera supone meterse en otra. Y que guardar la chaqueta de pana implica recoger la pala de pádel.

* Columna publicada el 11 de febrero de 2016 en El Diario Montañés. 

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