viernes, mayo 04, 2018

Imprecisos e incorrectos*



En los días peores, vuelven los versos de Valente: “Aquí pronuncio/ la palabra que nunca/ moverá una montaña”. ¿Cómo podría la voz animar aquello que debe permanecer quieto? Poco a poco, hemos ido perdiendo la facultad de advertir el reverso encantador del mundo. Todo se acaba ahora mucho antes y apenas somos capaces de conocer lo que tenemos, de amar los objetos y las calles, como amaban nuestros padres y abuelos las cosas que envejecen.

Con este espíritu, ellos aprendían a ser precisos con las palabras. Era un tiempo de lentitud y gusto, de injusticias, claro, pero también de placeres sostenidos en el paisaje; de pájaros y árboles perfectamente conocidos porque aún importaban su vuelo y su sombra.

Valente tenía razón. Aprendemos que las palabras no mueven montañas, pero continuamos sin ceder en la voluntad que nos incita a descubrir el sentido oculto de las cosas, los nombres exactos. Como siempre, pronunciamos el amor y la queja -hoy espoleados por la velocidad de nuestra época-, pero nos falta conocer verdaderamente y, por supuesto, transmitir ese conocimiento.

Al fin y al cabo, la montaña se mueve, pero no físicamente. La palabra desplaza lo nombrado y lo comparte con otros que no pueden verlo. Los nombres contienen información y confianza. Esto es importante: sólo desde la confianza se nos permite utilizar las palabras, dárselas al prójimo. En ese proceso la montaña se mueve desde la voz que la pronuncia a la mente de quien la recibe. Ambos se creen: es la misma montaña.

Pero, ¿y si la montaña no se mueve? Alguien podría nombrarla y encontrar resistencia. “¿Una montaña? ¿No será, acaso, un animal o un espejismo?” La desconfianza propone conflicto y ruido. Esto no es algo necesariamente malo. Se trata de hallar, una vez más, el territorio de todos, la razón que proporciona un escudo más resistente al mal. Las sociedades democráticas tienen, aquí, un valor del que carecen los regímenes autoritarios. En estos últimos, la montaña se nombra aunque ya no exista o no haya existido nunca. Las palabras se desplazan en el miedo y todos asumen el poder de la mentira.

La tiranía evita la guerra mientras que la democracia corre ese riesgo. En un ambiente ideal, el debate se desarrolla con modales exquisitos. “Por favor, usted primero”. “De ningún modo, insisto en que empiece usted”. Pero rara vez el ideal es la norma. Lo habitual es el uso desvergonzado de las palabras para avivar el fuego. Cualquier discusión sirve, además, para someter al enemigo. He pensado en ello estos días, durante el terremoto mediático que sucedió a la insensible e insuficiente sentencia de ‘La Manada’. La palabra “intimidación” plantea una disputa para adultos; una controversia sobre el significado de las palabras. Pero la escena desanima: unos y otros, los imprecisos y los incorrectos, apaleándose en las redes, posicionándose en estrategias partidistas y obviando la felicidad del estudio.

* Columna publicada el 3 de mayo de 2018 en El Diario Montañés

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