jueves, junio 14, 2018

Fines*



Me gusta pensar que el destino de España se decide en los momentos de soledad de Mariano Rajoy, en una habitación en penumbra y con el puro humeante, como si la ya legendaria quietud del expresidente guardase estrategias y recetas audaces. Uno ha podido creer que la derrota parlamentaria del Partido Popular forma parte de un plan a largo plazo, dirigido a apuntillar la aparentemente débil ‘alternativa Sánchez’. Desde esta lógica, el pasado 1 de junio, Rajoy habría preferido una concreción de las amenazas independentistas y populistas, una infección de las instituciones, para demostrar que el peligro era real y no sólo un relato políticamente útil. Como en la canción ‘Shadowplay’, de Joy Division, a partir de ahora, el PP permitiría a Iglesias, Rufián, Puigdemont y Matute utilizar al Gobierno socialista “para sus propios fines”.

Desde luego, es esta una lectura a posteriori que reinterpreta la pasividad del Partido Popular en clave astuta. La derecha española, acorralada por la corrupción y avisada por el temido ‘sorpasso’ naranja, evitaría, así, la cita electoral embarrando aún más el terreno, colocando a los supremacistas en posiciones de influencia sobre un PSOE grogui. Se trataría, en definitiva, de esconder su incapacidad, dotando la historia de elementos creíbles, como acostumbran a hacer los mejores guionistas. Piensen, por ejemplo, en ‘La guerra de las galaxias’, donde, después de la victoria rebelde, necesitábamos el contraataque del Imperio, la reacción ganadora del mal, para que aquello no pareciese Montecarlo.

Pero Rajoy, ¡ay!, olvidaba lo más importante: que en este juego participan dos. La cintura del Partido Socialista siempre ha sido más flexible -algo que no es necesariamente un elogio-. Pedro Sánchez, consciente de sus paupérrimas expectativas electorales, de su escasa presencia en el debate público, optó por lo más arriesgado: tomar el mando de inmediato, sin apuntalar previamente un programa atractivo. El triunfo de la moción de censura con los votos de las malas compañías no condujo al secretario general de los socialistas a un estado catatónico, como hubiese querido Rajoy, sino a La Moncloa. Sánchez necesitaba reivindicar su existencia y lo ha hecho con una apuesta a todo o nada. Una vez en el poder, ambiciona gobernar atrayendo la atención por su labor gestora, rodeándose de un equipo seductor y mediático, acaso un poco frívolo, al que pretende sostener lo máximo posible. Algunos lo han llamado “escaparate”, mientras otros dicen que podría haber sido el gobierno de Ciudadanos.

Por ahora, en la superficie, Sánchez triunfa. El súbito envejecimiento de Rivera e Iglesias, sorprendidos con el pie cambiado, y la pasión de la prensa partidaria hacia los nuevos ministros, proporciona al PSOE una primera línea de ilusión capaz de disimular, por el momento, la devolución de los favores a independentistas y radicales, las reformas constitucionales y esa promesa de diálogo tan elegante como hueca. Pero, eso sí, esta línea no quiere ser revolucionaria, sino más bien presentable. Veremos.

* Columna publicada el 13 de junio de 2018 en El Diario Montañés

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