sábado, julio 07, 2018

Los chicos*



Toda ideología guarda celosamente su programa máximo. Es un ejercicio de discreción, palabras que se protegen como antídotos. El veneno, por supuesto, es el crimen de estado, en todas sus variantes militares y económicas. No sé cómo contarán ahora la fábula, pero en el antiguo libro del afiliado del Partido Socialista, ya con Felipe González a los mandos, se establecía como horizonte la “conquista del poder por la clase trabajadora”. Así, sin paños calientes y sin visos de contradicción. Los defensores de la democracia liberal, por su parte, han preferido siempre una utopía de vuelo bajo, embridada y prosaica. La fórmula atrae únicamente a los más sensatos; a aquellos que no se han dejado seducir por las alhajas del sector privado y creen aún en la sociedad como cuerpo existente y, por lo tanto, necesitado de razón y de ley.

La quimera liberal -en su versión menos delirante- despliega visiones a retazos, actitudes y modos más que argumentarios. Se trata, en resumen, de la vida justa y sin amenazas, respetuosa con la separación de poderes y orgullosa de haber aparcado los dramas ideológicos. La comunidad, mejorada por la libertad y la cultura, alcanza por fin su mayoría de edad, rechaza los mesianismos y convive en un escenario muy semejante al de una pequeña ciudad de provincias donde los señores se saludan por la calle quitándose el sombrero.

La gestión, y no el discurso extremista, se convierte en la vía más fértil. Si la cosa funciona, es decir, si la economía no da problemas y el dinero viene y va en grácil danza, la despolitización del personal se celebra como una apendicectomía en la casa del doliente. En el mercado, dicen sus apóstoles, confluyen todas las esperanzas, todas las posibilidades del ser humano. La fe, el terruño, la raza o la clase claudican frente a la vida buena del crecimiento y el progreso. ¿No son encantadores?

Nunca, ni siquiera en sus momentos más sublimes e igualitarios, la opción de la democracia representativa y de la economía de mercado ha logrado desactivar completamente las preferencias revolucionarias. Mientras algunos disfrutaban de aquel “fin de la historia” anunciado por Fukuyama mirándose en el próspero espejo californiano, otros resistían en los cuarteles de invierno, descubriendo atajos para la ruptura. ¡Qué arrogancia la de dar por enterrado el compromiso del inquisidor!

Hablamos de la debilidad institucional y de sus supuestos defensores, así como del desprestigio de los símbolos constitucionales, izado insulto a insulto por los enemigos del estado. El panorama es desolador pero irrebatible: los totalitarios dominan la escena y espolean a sus feligreses, convertidos en orgullosos comisarios políticos. Las redes se inundan así de proclamas en favor de “los chicos de Alsasua” -una forma macabra de referirse a los agresores que evoca cine y bicicletas-, mientras se insinúan linchamientos contra ‘La Manada’. Cualquier matiz aquí, ojo, es fascismo. Sí, utilizan la palabra fascista, precisamente ellos.

Columna publicada el 27 de junio de 2018 en El Diario Montañés

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