jueves, julio 12, 2018

La escasez*



Termino la primera temporada de ‘The Handmaid's Tale’ el mismo día de la muerte de Claude Lanzmann. Una fecha, por lo tanto, para el recuerdo. Aunque es inevitable indagar en los contenidos, tratando de detectar similitudes, no pretendo tender puentes, ojo, entre el testimonio de los supervivientes del Holocausto -registrado por el director francés en su monumental ‘Shoah’- y lo que no deja de ser una entretenida obra de ficción. Pero, ambos, Lanzmann, desde la memoria, y Margaret Atwood (autora del relato y coproductora de la serie para HBO), desde la imaginación, logran transmitir el peso del mal, la atmósfera pringosa que se genera alrededor de los desgraciados que no disfrutan de los privilegios del poder.

Resulta interesante reflexionar sobre el tiempo acotado que se les impone a un drama o a un documental, obligando a sus artífices a destacar el lado pinturero del totalitarismo; los episodios más sanguinarios y heroicos. Es un recurso eficaz que limita, no obstante, la comprensión del fenómeno. ‘The Handmaid's Tale’, quizás, precisamente, por haberse estrenado durante la gran burbuja de las series, profundiza en el itinerario de una ideología cruel, incorporando componentes casi inéditos que son fundamentales en una producción sobre conflictos políticos. A saber, la represión parsimoniosa envuelta en palabrería y en eufemismos, la evolución de los poderosos desde la militancia marginal hasta la victoria incontestable o el equilibrio entre la propia convicción a contracorriente y la hipocresía de los opresores.

Desde luego, el elemento epatante de ‘The Handmaid's Tale’ es la destrucción de la humanidad de las mujeres; la pérdida absoluta de su libertad, en un futuro cercano, y su conversión en esclavas paridoras a tiempo completo. Sin embargo, bajo este patriarcado escandaloso descubrimos un asunto apenas mencionado por los medios de comunicación y por los críticos: la escasez. La implantación de un régimen fanático religioso (gobernado en buena parte por oportunistas) se lleva a cabo como consecuencia de una fortísima crisis climática y de fertilidad. Para combatirla, brotan los dogmas sacrificiales que reclaman la gestión comunal de los bienes limitados; como ya no nacen niños y son pocas las mujeres capaces de dar a luz, se las nacionaliza.

Cualquier discurso inflamado funciona en la escasez hasta el punto de activar los odios durmientes. La sociedad es permeable a los programas que confirman los prejuicios y proponen el control (o el aniquilamiento) de los vulnerables. En la serie, tanto los hombres como las mujeres sufren la infertilidad, pero ellos salen ganando en el reparto. El padecimiento de unos cuantos y el mando de los peores son, dicen, perfectamente asumibles en un contexto de necesidad generalizada. Por eso, cuando las aguas se retiran, uno se encuentra con la verdad desnuda y decepcionante: todo era un cuento. Como lo han sido siempre los movimientos políticos que pasan del exilio al amiguismo; de la acampada a los consejos televisivos o del poder al censo menguante.

* Columna publicada el 10 de julio de 2018 en El Diario Montañés

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