sábado, septiembre 27, 2014

Nota de corte





Los antiguos seres humanos -no los contemporáneos, que, como todo el mundo sabe, son superhéroes- se relacionaban con Dios como quien construye un dique frente a la terrible naturaleza. La existencia, breve y cruel, discurría con fragilidad por un entorno hostil, plagado de animales salvajes, imparable dolor de muelas y fuego caído del cielo. La llamada ‘selección natural’ se experimentaba carnalmente por nuestros antepasados, que asistían, estupefactos, a un espectáculo de luz y sonido, con final infeliz.  

En efecto, ni siquiera hoy puede uno obviar la crueldad que expresa una leona acechando a la gacela más enferma y vieja o la injusticia de un cáncer que ataca en silencio. Nuestra civilización, sin embargo, es la primera experiencia netamente prosaica de la historia. No hay explicación para la vida, ni conversación que la cuestione. La gente nace, trabaja, habla de Podemos y muere, sin emitir una palabra más alta que otra. Parecía imposible, pero aquí lo tienen. 

No obstante, la hipótesis de la divinidad podría ser cierta. En plena epopeya científica, su defensa tiene, en principio, poco recorrido, pero, imaginen qué monumental metedura de pata colectiva supondría despertarse en la tumba y descubrir que Rouco tenía razón. 

Esa aparición estelar de Dios al final de la historia aporta, según afirman muchas tradiciones piadosas, el jugoso añadido del Juicio. “¿Ahora qué, cretinos?”, sería la primera frase. Y Richard Dawkins, echándose las manos a la cabeza y pidiendo perdón a sus lectores. Menudo panorama. 

El Juicio Final es un episodio en el que he pensado a menudo. Sobre todo, cuando se me ha relatado la vida y obra de personalidades como Teresa de Calcuta o Monseñor Romero. ¿Cuál será la nota de corte, la referencia que utilizará Dios para salvar o condenar? Esa pregunta tiene jugo ¿Rebajará el Eterno sus expectativas para colocarse a la altura del ciudadano medio, amante del fútbol, la buena mesa y la familia? ¿Se pondrá estupendo y escogerá a unos pocos beatos? He vuelto a pensar en ello a raíz del reciente brote de Ébola en África. Tras la muerte de Miguel Pajares, el primer religioso español infectado por el virus, escribí en Facebook:

“Pues bien, yo no soy católico. De hecho, como español no comulgante, mi relación con la Iglesia parte de la indiferencia para situarse, a menudo, en el terreno de la indignación. No soy, pienso, alguien extraño. Razones para alejarse de esta institución hay a montones: una historia de romances con el poder más reaccionario, su discurso misógino y antimoderno, el abismo que separa el mensaje original de su concreción histórica... 

Sin embargo, sucede que la crítica justa a veces se confunde con el fango cotidiano de la confrontación política. El caso del sacerdote Miguel Pajares, fallecido hoy en Madrid a causa del Ébola, es paradigmático. Más allá del debate adulto, en el que se cuestiona la prudencia de traer la enfermedad a Europa o la diferencia en el trato con otros enfermos españoles en el extranjero -así como el gasto de la operación de rescate-, algunos han hablado de Dios y de martirio. Se ha llegado a decir (no sin hiriente sarcasmo, por parte de algunos no católicos especialmente combativos) que Pajares era un mal cura por no aceptar la voluntad del Señor y por no dejarse morir. Otros rechazan que hubiese ido a África para “poner tiritas” y proclamar su mensaje religioso. Nuestra moderna sociedad, para la que el ámbito sagrado inspira, en el mejor de los casos, sospecha, se enfrenta al hecho religioso con una mirada exclusivamente partidista, sin humanidad ni moral. Sin reflexión. 

En definitiva, se trataría de responder a las siguientes preguntas: ¿Puede achacarse algo a un hombre que ha sufrido una devastadora infección mientras trataba de paliar el dolor de los desfavorecidos en un continente cada vez más olvidado, más roto? ¿Seremos tan osados de formular chistes desde nuestra España (palaciega, a pesar de todas sus crisis), a salvo del vertedero desde el que voló el religioso? ¿Tendremos el valor de acusar al sacerdote de abandonar a sus compañeros enfermos? ¿Negaremos que el miedo es humano, y más si crece en el corazón de un hombre al borde de la muerte? ¿Seremos tan hijos de la gran puta?”     

El reciente fallecimiento, por la misma causa, del sacerdote Manuel García Viejo me ha devuelto el interés por este asunto. Resulta curioso comprobar cómo la atención que suscitó la primera repatriación -esas dudas sobre la conveniencia y el gasto que asumía el estado, no exentas, en ocasiones, de mal gusto- simplemente no ha existido en la segunda. La muerte de este hombre, ya fuera del foco político, ha pasado sin pena ni gloria. Lejos queda ya el tiempo franquista de la hagiografía y el recogimiento. Bien está, pero, ¿no es preocupante que una vida dedicada al servicio a los más desfavorecidos no le diga absolutamente nada a la población actual? ¿Es normal que no nos detengamos un momento a valorar esa labor, a admirar su compromiso hasta la muerte?

Quizás, el posible Dios no tenga en cuenta estas debilidades y opte por destacar a la ‘buena gente’, eso tan español. Pero no podría haber queja si prefiriese colocar en el centro a los que, en un tiempo de política y emprendedores, se preocuparon de los que, simplemente, no cuentan. 

Ese darse de bruces con el dolor, gestionarlo personalmente; limpiar las heridas, consolar al enfermo, acompañarlo hasta el últimos suspiro, contagiarse. Vocación que no se reconoce en esta era de manifestaciones y telecomunicaciones; en este orden en el que Dios no debe existir. No vaya a ser que se ponga exigente y nos sorprenda con su desprecio.  

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