jueves, septiembre 25, 2014

Tóxicos





El gran divulgador del budismo zen en Occidente, el japonés Taisen Deshimaru, advertía a sus estudiantes contra los delirios de la práctica religiosa. Hablando de la iluminación, aseguraba: “Si alguien dice “tengo el Satori” es que está loco”. La tentación del resultado, de cruzar la meta en solitario y pretender caminar sobre la tierra de los dioses. El maestro continuaba: “el Satori es el estado normal”. Y: “no es necesario pensar sobre el Satori”. Como occidentales embebidos en la esperanza mesiánica (o en los reflejos políticos que transitan desde su negación), estas palabras nos pueden sonar, quizás, demasiado prosaicas o rutinarias. En mi opinión, señalan algo fundamental: la desconfianza hacia quienes desean controlar la realidad, y fingen comprenderla mejor que nadie. El placer por lo real.     

Vivimos en una época interesante. Sin una iglesia oficial que domine las conciencias, y, a falta de un relato comulgado unánimemente, los discursos se atropellan en la plaza pública, se discuten los males de la sociedad y se enarbolan banderas y soluciones con vehemencia. Desde la Ilustración, el ser humano ha pretendido rebajar las expectativas de la existencia, y ha pasado de ordenar la vida según disposiciones irracionales o míticas, a enfrentarse a la realidad tal y como es. Sin duda, un gran desafío. El respeto entre ciudadanos iguales frente a la santidad. No es poca cosa.  

Pero, el golpe que se le dio al dogma no fue definitivo. Posiblemente, se trata de una aspiración inseparable del hecho humano, algo que mantiene la tensión contra lo existente. He pensado últimamente en ello, tras leer varios artículos -ideológicamente contrapuestos- en diferentes publicaciones digitales. En uno de ellos, se criticaba el discurso que la actriz Emma Watson pronunció recientemente en la ONU. La autora, una feminista radical, lo tachaba de blando y conciliador, de insuficientemente crítico con el “heteropatriarcado capitalista”. 

Otro, en la revista Forbes, indicaba a los padres la mejor manera de convertir a sus hijos en líderes. No voy a entrar a discutir el fondo de ambos textos. Me limito a mostrar mi sorpresa ante lo que tienen de pretenciosos, ante su forma de aspirar al ‘hombre y la mujer nuevos’, despojados de males y perfectamente adaptados a los tiempos modernos.   

Hay un fondo de disgusto, de incomodidad. La convivencia no nos basta, ni la construcción desapasionada del mundo. Desde su punto de vista, todo problema supone un síntoma del mal encaje de las cosas. Unos quieren convertir a sus hijos en consejeros delegados de grandes empresas. Otros, prepararlos para la Revolución. Siempre las grandes ideas tóxicas, empapando la cordura, demostrando la imposibilidad de la acción. Negando, en definitiva, la razón del ciudadano. El presente, sin iluminación que nos confirme.

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