martes, noviembre 29, 2016

Sopa



Me pregunto si la sopa no estará todavía demasiado caliente. Sé que tú me esperas al final de este pasillo largo, sentado a la mesa, la cabeza gacha. Recuerdo lo pequeño que se me hacía antes el piso, lo rápido que eras capaz de moverte; el silencio del edificio en aquellas noches agrias. No se parece a este silencio de ahora, mientras cargo con la sopera, y ya no queda miedo. A veces, me siento culpable y silbo para que sepas que estoy muy cerca, que todo está en orden. Qué tonta. Tú no vas a decir nada.

Me llamaron al trabajo un martes por la tarde. Dijeron que la cosa era grave y permanente. Te habías desplomado en medio de la calle. Yo escuchaba con atención el relato de nuestra nueva desgracia, pero desde una extraña sensación de ligereza. Ahora no hablas y no te mueves. Yo me ocupo de ti y limpio con cuidado ese hilo de baba que resbala una y otra vez de tu boca torcida. Miras hacia abajo, en un gesto que yo no puedo interpretar. Los médicos no saben si te das cuenta de las cosas. Pero yo aún te reconozco bajo esa capa arrugada de sudor y carne.  

Los vecinos me preguntan en el ascensor, en el portal. Las conversaciones son breves.

-      ¿Qué tal está Antonio?
-      Igual.

No dicen nada más. Sus preguntas son gestos de mera cortesía, como si demostrando cierta indiferencia, reaccionaran, al fin, a todos aquellos gritos. Pero es demasiado tarde. Tú ya no puedes hacerme daño. Cuando me lo hacías, ellos hablaban del tiempo sin mirarme a la cara. Así funciona el mundo. No les guardo rencor. Cada uno se preocupa de lo suyo.

La pequeña dice que todos estaríamos mejor si te ingresáramos en una residencia, que ella lo pagaría encantada. Nunca la tocaste, tuvo esa suerte. Hizo bien en marcharse a Londres cuando tuvo la oportunidad. Todos debemos vivir nuestra vida. A ella le va bien. Paul es un hombre estupendo. “Los niños adoran a su ‘granny’”. Yo también los quiero mucho. Pero éste es mi hogar. No lo entiende.

Poca gente lo entiende. Hoy, es un sábado cualquiera y camino por el pasillo. La sopera echa humo, yo silbo y van a empezar las noticias. La puerta del baño está abierta y, al pasar, puedo verme reflejada en el espejo. Me detengo un instante. No estoy mucho más estropeada que hace, digamos, cinco años. Soy una mujer de sesenta y ocho que ha preparado la comida, como tantas otras veces. Mi marido me espera sentado a la mesa. Vamos a ver juntos las noticias. No hay nada de malo en eso. Otros preferirían encontrarme rendida a la depresión, llena de rabia y deseos de venganza. Pero yo no soy así.


Yo soy una buena esposa que ha preparado una sopa, quizás demasiado caliente, a su marido, que la espera en el salón con la tele encendida. Sonrío y el espejo me devuelve la imagen de una mujer feliz, como en un cartel de los años cincuenta. Me parezco mucho a mi madre, también ella sonreía siempre. Primero, te pondré la servilleta y limpiaré ese hilo de baba que asoma de tu labio húmedo. Después, serviré la sopa para que vaya enfriando. No quiero que te quemes. Voy a demostrar que soy mejor que todo eso; que soy mejor que tú. Me sentaré a tu lado y te llevaré la cuchara a la boca. Pero, antes, soplaré. Soplaré todo el tiempo que haga falta, ¿ves cómo lo hago? Voy a soplar muy fuerte.   

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