viernes, diciembre 16, 2016

Sida*



Yo tenía diez años y jugaba con una pequeña pelota en el pasillo de la casa de mis abuelos. Recuerdo el instante, la extraña oscuridad del piso en aquel mediodía primaveral. En un momento de despiste, la pelota se fue rodando hasta colarse debajo de un mueble antiguo. Yo me agaché y estiré el brazo para intentar recuperarla. Así estuve, creo, unos minutos, con la mejilla apoyada en el suelo y la mano extendida para alcanzar la pelota rebelde. Fue entonces cuando vi a mi madre de pie, al fondo del pasillo. Tenía la mirada triste y se movía muy lentamente. No fui a su encuentro enseguida; me quedé todavía un rato con el brazo escondido bajo el mueble. Ella dijo: “A. se ha muerto”.

A. era un amigo de mis padres, algo mayor que ellos, pero aún demasiado joven. Más tarde, supe también que se trataba de un gran lector y que tenía un gusto exquisito para la vida buena. Lo veíamos todos los fines de semana en las cafeterías del Paseo de Pereda, donde los adultos hablaban de política mientras yo bebía un mosto con una guinda roja. Es curioso cómo el cerebro de un niño registra esas experiencias familiares.

Hoy, más de veinte años después, ya sé que A. era homosexual y que había muerto de sida. Nos situamos en los primeros noventa, cuando la enfermedad era un adversario intratable. He regresado últimamente a las imágenes que nos llegaron durante los años crueles: la muerte de Freddie Mercury, la debilidad de Nureyev despidiéndose en París, la dignidad de Pepe Espaliú en aquel ‘carrying’ madrileño. He pensado en todos ellos y en A., y en la siniestra eficacia con que la peste quebró la salud de tantos. También he recordado la forma que tenían entonces de explicarlo; el abuso del eufemismo, la boca pequeña para decir “sida” y el desprecio impúdico hacia los enfermos.



Según Espaliú, la enfermedad reconectó a la comunidad gay con el espacio público. El artista cordobés lo comentaba con motivo de su performance: “Si tuviésemos que agradecer algo al sida sería el habernos vuelto a situar en el mundo, en lo real”. Por supuesto, el sida no golpeó exclusivamente a los homosexuales; nadie ha estado nunca a salvo de su vocación genocida. Pero es indudable que, sin la movilización temprana, sin esa lucha por la identidad completa y no parcial, la ciencia no habría llegado tan lejos.


Con esta misma idea, la obra teatral ‘The Normal Heart’, del escritor y activista estadounidense Larry Kramer, expone el itinerario del colectivo, desde la exclusión al compromiso político. “¿Por qué nos dejan morir?”, se lamenta uno de sus personajes en un funeral. De esa solitaria extinción se llegó a la esperanza sobre el miedo y la muerte; a la existencia integral y a la ciudadanía de pleno derecho. Aunque el enemigo aún vive, fue un combate heroico. 

* Columna publicada el 15 de diciembre de 2016 en El Diario Montañés

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