viernes, diciembre 30, 2016

Naturaleza*



Al fin y al cabo, el mundo no ha cambiado tanto. Uno lo piensa a veces; en la carretera, por ejemplo. Imaginemos un viaje habitual, un recorrido casi propio: Bilbao-Santander. El viajero se acomoda en el asiento, mira por la ventanilla y, de nuevo, aparecen Ontón, Castro Urdiales, Laredo y Colindres, como si el tiempo no pasara en esa venerable quietud de las señales de tráfico, en las salidas propuestas que nunca se toman, pero que siempre estarán ahí, exhibiendo una opción, quizás, apetecible. Este pensamiento tranquiliza, precisamente, porque uno prefiere la naturaleza domada, esa orgullosa intervención del hombre que convierte una montaña en un camino y advierte de los peligros de la excesiva velocidad.

Eso sí, la huella humana debe ser buena y escueta. La espectacularidad no cabe en el territorio que ocupa la autovía en una noche fría de diciembre. Se trata de un espacio sin ruido, perfectamente ajustado a la concentración al volante y a la contemplación del copiloto. La distancia se despliega, así, como tantas otras veces, con esmero y sin violencia. Nadie duda de la sucesión de obras en la calzada; poco importa el asfaltado. Vale más el instinto de repetición que se despierta en cada curva, la sensación del coche avanzando en paz hacia la casa.

Como habitualmente sucede, el espejismo conforta a la vez que daña. El grito, por desgracia, no es la excepción. El silencio esconde, en realidad, una modorra firme que desaparece cuando llegan las noticias de la calle: los doce muertos en Berlín o Alepo en ruinas. Y esa querencia nuestra por el asombro después de tantos genocidios, de tanta opresión incansable a través de los años y de las identidades, como si la fuerza, a estas alturas, pudiese generar sorpresa en lugar de resistencia.

El estado de derecho y la libertad no son fenómenos naturales. Como una carretera bien señalizada, estos conceptos no brotan de la tierra, pero establecen el mimo necesario para la vida en una sociedad decente. La naturaleza de las cosas exige, sin embargo, que el fuerte domine al débil, que las minorías raciales, sexuales o religiosas sean eliminadas, que la mujer se someta al macho. En su ciego orden, a diario se cometen atrocidades que sólo percibimos cuando a punto están de aplastarnos, como ese camión junto a la Iglesia del káiser Guillermo y como tantas otras bombas que no escuchamos porque estallan a demasiados kilómetros.


Los jóvenes que disfrutan de las prósperas rutas del gintónic y de la conversación 2.0 descubren hoy que el sacrificio no es una extravagancia, sino la raíz misma del mundo; que siempre hay verdugos que no quieren comprender al prójimo y prefieren su conversión, aunque para ello deban destruirlo todo antes. No es seguro que salgamos victoriosos del encuentro fatal entre esta violencia urbana y la decadencia de una cultura que ha escondido a la muerte en el armario. 

* Columna publicada el 29 de diciembre de 2016 en El Diario Montañés

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