miércoles, octubre 22, 2014

Homilías





La historia de España se resume en la condena moral de un par de personajes por década. Así, en la lista patria de la infamia, nos encontramos con individuos como el conde Don Julián, Torquemada, Fernando VII, Godoy, los Primo de Rivera, Franco, Felipe o Zapatero, Aznar, Rajoy, Urdangarin, Rato, Blesa, el pequeño Nicolás… Dianas, todos ellos, de las filias y fobias de la piel de toro. Lo importante aquí es la culpa, que se dispara hacia unos cuantos, dejando a salvo la conciencia de la gran tribu nacional. El discurso político e informativo favorece esta actitud. Sitúa al, digamos, español medio en un terreno de serenidad y sueño plácido. De indignación.

Cuando las cosas vienen mal dadas y los cimientos de la convivencia se pudren, es habitual el estallido de esos fenómenos de furia contra los pocos. Se trata, en definitiva, de esconder el aprovechamiento propio del mal en los años de abundancia, los intentos de entrar en el juego del poder y el dinero, tirando balones fuera y negando la responsabilidad privada en el escarnio público. Porque la corrupción no es sólo el crimen del pícaro. En democracia, es el delito sabido o tolerado por el votante, silenciado o utilizado interesadamente por la prensa. Es el paraíso hacia el que medran todos aquellos que aspiran a ganar mucho en un país en el que la política (en el peor sentido) ha ocupado todos los espacios. 

Por ese motivo, las constantes homilías mediáticas, que tratan de convencer al espectador de su inocencia -mientras señalan, con dedo acusador, únicamente a determinados representantes institucionales o financieros-, pueden ser útiles a corto plazo, pero peligrosísimas para el futuro del país. Y, por supuesto, terriblemente cínicas. Muchos robaron o se beneficiaron del robo. O suplicaron por él. Y otros, callaron en la comodidad de las vacas gordas. Quizás estamos confundidos y no seamos buenos vasallos que no tienen buen señor. Es posible que, lamentablemente, lo peor de España seamos, en fin, lo españoles. 

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