sábado, julio 18, 2015

La espera*



La ciudad es, ante todo, una espera. Quizás, su perfil de puerto de mar, de umbral que promete acción al habitante, aventuras o reposo, confiere personalidad, significado. Santander no es una plaza fácil, en la que uno pueda estar seguro de las cosas. No se trata, por ejemplo, de Estocolmo, donde la llegada del invierno estipula nieve en el calendario. De ninguna manera. Aquí, uno tiene siempre la impresión de que el buen tiempo llegará pronto, aun en los peores días de lluvia torrencial o simple calabobos. “¿Cuándo saldrá el sol?”, se preguntan los vecinos, mientras abren cuidadosamente los paraguas y se abrochan los abrigos. “Dan bueno a partir del viernes”, interviene algún optimista mejor informado, orgulloso, como quien reparte dulces en una fiesta.

La lluvia en Santander parece siempre algo inesperado, pasajero. Pilla de improviso y acaba con el verano -o lo interrumpe- en el peor momento. No obstante, esa humedad que, poco a poco, forma charcos y disuade al paseante de salir de casa es también la que nos vincula con la memoria, la que nos devuelve a los años primeros. La mano de una madre que conduce al niño, cuidando de que no se cale hasta las rodillas. O los antiguos sábados de paz y aperitivo en el Chiqui, especialmente en invierno, cuando la mar embravecida evoca algo distinto al paisaje ocioso y playero. Las conversaciones que se han perdido, las palabras que no llegaron a pronunciarse. Ésa es la razón de las ausencias.

Y, sin embargo, la noche, en su quietud falsamente iluminada por las farolas, es también una promesa: no acaba aquí la cosa. Otros niños pasearán, quizás mañana mismo, de la mano de sus padres, o en el asiento de atrás de un coche, maravillándose de las olas que estallan contra la ciudad, elevándose muy alto para posarse, mansamente, sobre el asfalto. Las calles preparan de noche el escenario para la vida que se despliega de buena mañana, esperan la emoción o el tedio del deportista y de las parejas. Quizás, la melancolía del jubilado, que se deja llevar por el recuerdo, cachava en mano y boina bien calada, observando ensimismado el horizonte.


Todo está como debe. Pero uno lo comprende mucho más tarde, no de joven, cuando quería escapar de ese viento interminable, de esa humedad puritana y fatal, para explorar nuevos territorios. Para desafiar al tiempo y a este espacio que siempre aguarda una lluvia nueva.

*Publicado el 8 de marzo de 2015 en El Diario Montañés. Primer número de la serie 'Con nocturnidad'. Fotografía de Andrés Fernández. 

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